sábado, 14 de mayo de 2011

pag. 73 a 82


Me gustaba mucho el automovilismo. En esto coincidíamos todos los varones de la casa, seguidos sin consulta previa, por mi madre, que hasta el día de hoy nos lleva el apunte en todo. Nos gustaba el Turismo Carretera, el viejo TC, el que de verdad se corría en las rutas, recorriendo en su calendario gran parte del país. Las viejas cupecitas irrompibles de los hermanos Emiliozzi, Bordeu, Casá, Polinori, Peduzzi, Galbato, Rienzi y otros apellidos, curiosamente la mayoría de origen italiano. Entre ellos, por supuesto, estaban nuestros representantes locales, los hermanos Manzano. En los comienzos sólo corría José, el segundo de los hermanos, más adelante lo seguirían Alfredo y Juan Carlos, pero ya en automóviles Torino, de diseño compacto. El auto de José Manzano era una cupé Chevrolet y por supuesto, todo General Alvear se sentía un poco hincha de esa marca; aunque algunos también aplaudieran los triunfos del V8 de los hermanos Emiliozzi, en ese entonces, uno de los autos más veloces de la categoría.
Las carreras se corrían los domingos a la mañana y eran trasmitidas por radio. Desde temprano mi papá, todavía acostado, estaba con la radio encendida y cuando, desde nuestra habitación escuchábamos que ya estaban hablando de la carrera, nos levantábamos y corríamos a su pieza a preguntarle:
- ¿Ya empezó la carrera? ¿Quién va primero?
- Va ganando Emiliozzi, desde el avión dijeron que va a más de doscientos kilómetros... Manzano avisó que tiene problemas con el aceite del motor... - solía decirnos.
¡Doscientos kilómetros! ¿Cómo podía andar alguien a doscientos kilómetros por esos caminos de tierra apisonada? Aún hoy parece mentira que ese tipo de carreras se hayan corrido. Es verdad que analizándolas fríamente, eran muy peligrosas para pilotos y público, pero a mí me apasionaban. Cuando alguna de esas carreras se realizaba cerca, íbamos con mi padre a verlas. El resto las escuchábamos por radio, pero en nuestra imaginación las estábamos presenciando en vivo. Aunque, cuando se trasmitía desde el avión realmente no se entendía nada, el locutor de la emisora debía repetir esa información, traduciéndola.
Todos los años, en los últimos meses y para terminar el campeonato se hacía el Gran Premio de Turismo Carretera. Esa gran carrera, que recorría en etapas gran parte de la República Argentina, era la última palabra. La marca o el piloto que lograba una buena ubicación en ese Gran Premio borraba todas las adversidades que le hubieran acaecido durante el año. Del mismo modo si un piloto había tenido buenos resultados durante todo el campeonato y en el Gran Premio llegaba en los últimos lugares (o no llegaba), aunque saliera campeón por los puntos acumulados, daba lugar a que los hinchas de la marca contraria comentaran:
- Y... en las carreras cortas, puede ser que anden bien, pero en el Gran Premio, donde se ven los verdaderos pilotos y los autos más rápidos y más fuertes,... ahí nos los comemos nosotros.
Hoy todo eso ha desaparecido y el negocio se ha desplazado hacia las pistas con tribunas, más fáciles de controlar económicamente y con la posibilidad de ser transmitidas en directo por televisión. Los autos, igualmente rápidos, los pilotos, tan hábiles como aquellos, pero aquel TC era otra cosa... La emoción que nosotros sentíamos al ver pasar esas cupecitas, a pocos metros de nosotros, a doscientos kilómetros por hora, volando decenas de metros en los puentes o en los pasos a nivel, en la tierra, en el barro o en el asfalto, con sol o con lluvia, por la misma ruta bordeada de árboles que nosotros recorríamos para llegar a verlas,... parafraseando a Gustavo Adolfo: ... esa emoción... no volverá.

Hablando de Turismo Carretera vino a mi memoria otro ídolo local, pero anterior a mi tiempo: Don Víctor García. No tuve la oportunidad de vivir esa primera gran época del automovilismo, más audaz e increíble, si tenemos en cuenta que la totalidad de las carreras se hacían por caminos de tierra y las distancias a recorrer eran superiores a todo lo imaginable. Como ejemplo le cito el mayor logro de Víctor, llegar primero en una carrera que unía Buenos aires con Caracas, Venezuela. Por los caminos que había en esos años, simples huellas que se encaraban sin previo recorrido y sin hojas de ruta detalladas como las que hoy se usan en Rally.
Pero nombré a Víctor García porque lo conocí personalmente en otra actividad. Los mayores recuerdos que de él conservo son de su hotel Lahuencó, en Malargüe. La gran amistad que había entre nuestras familias hizo que fuera raro el invierno en que no visitáramos ese hotel. El contraste entre la fría nieve recostada sobre las ventanas y la calidez de sus baños termales, el olor a azufre de sus aguas impregnando esos largos y silenciosos pasillos, la temblorosa luz de las lámparas y la infaltable y obligada sopa de verduras de Don Víctor (con muchísimo queso rallado) en el amplio y original comedor del hotel, son cosas que me acompañarán mientras mi mente decida seguir recordando lugares hermosos que conocí siendo niño.
Volveré más adelante sobre el tema del Turismo Carretera.

Mi tío Rafael tuvo (en su primer matrimonio) dos hijas y un varón. Mi tío Juan, una niña y un varón. Estos varones, respectivamente Alfredo y Osvaldo nacieron con dos meses de diferencia, cuando yo tenía nueve años. Siempre fueron para nosotros una especie de mascotas a las que llevábamos a todas partes. Desde muy chicos nos acompañaron en nuestras cacerías y pienso que la aventura que significaba para ellos compartir esas experiencias con mayores de confianza, fue la que los ayudó a aguantarnos las bromas que a veces les hacíamos, sin intentar al menos, asesinarnos. 
Estos chicos tenían cuatro o cinco años y yo entre trece y catorce cuando ocurrió la tierna anécdota que paso a relatar: El canal Centro Viejo que pasaba enfrente de mi casa, también lo hacía frente al gran chalet (dos casa en realidad) donde vivían mis tíos, junto a la fábrica. Allí estábamos, una tarde, bañándonos con mis primas, Alfredito, Osvaldito y Oscar, un primo que residía en Mendoza, hijo de mi tía Celia, única hermana de mi padre. Oscar tenía mi edad, estaba parando en casa de mi tío Rafael y esa tarde se había puesto la malla en la habitación de Alfredito. Cuando estábamos saliendo del agua, en presencia de mis tías, una de ellas alabó el cuerpo musculoso de mi primo, diciendo:
- ¡Qué lindo físico tiene Oscar!
- ¡Y qué pito! - agregó inocentemente Alfredito, recordando cuando horas antes lo viera poniéndose la malla.
La cara de mi primo Oscar parecía un semáforo atrancado en el rojo. Las caras de mis primas, sonriendo avergonzadas, hacían juego. En esas épocas esos temas ni se hablaban, mucho menos delante de los mayores. Mientras tanto mis tías reían ruidosamente, Alfredito y Osvaldo miraban sin entender y nosotros, también muertos de risa, metíamos la cabeza bajo el agua.

Mi tío Rafael le regaló a su hijo Alfredo un caballo petiso. Era hermoso. Tenía la altura justa para ser montado sin peligro por un niño. Pero había un detalle negativo: sólo tenía la altura, pero jamás había sido montado. No soportaba en el lomo ni la presión de la mano sin corcovear violentamente, a veces largando patadas. Todos intentamos subirlo y a todos nos revolcó vergonzosamente sobre las parvas de paja que lo rodeaban. Mi primo Alfredo sólo podía mirarlo con la esperanza de que algún día se amansara. Pero el caballito seguía firme en su rebeldía adolescente. En una oportunidad, después de despedir por los aires a uno de los osados jinetes, cortó la soga y escapó al galope. Después de recorrer todo el lote de la fábrica, sin aminorar la velocidad, cayó al desagüe. Se enterró en el barro podrido hasta el cuello. Tuvieron que sacarlo tirando con un tractor, entre los insultos de los empleados designados para esa tarea, embarrados hasta los ojos.
Otra tarde, también inmediatamente después de voltear a uno de nosotros, escapó por el portón de la fábrica. Al otro día lo encontraron en la ruta 188, camino a Rancul, el lugar donde había nacido.
Jorge Caro, el marido de mi prima María Esther, intentó domarlo una desafortunada mañana de domingo. Fue a parar al sanatorio con unas costillas quebradas y golpes en todo el cuerpo. Finalmente mi tío lo vendió y mi primo Alfredo siguió montando su bicicleta, mucho más dócil y predecible.

Una noche de sábado nos despertó un fuerte estampido. Mientras cada uno en su cama nos preguntábamos qué habría pasado y ya nos disponíamos a volver a dormir, llegó mi hermano Aldo a cambiarse de ropas y a darnos la noticia: En pleno centro había explotado la Tienda Futura. Esa tienda estaba ubicada en la Avenida Alvear Oeste al 250, en el mismo lugar donde hoy está la confitería Kuka, de la familia Artola. El dueño, según supimos después, con la intención de cobrar un abultado seguro, decidió simular una explosión o un incendio casual. Al parecer, ante la duda o el desconocimiento, puso tanto explosivo como para volar media manzana,... y casi lo logró. Además de la demolición total de su local y la pérdida de toda su mercadería, a ambos lados, los comercios colindantes estaban completamente destrozados. En la vereda de enfrente no quedaba un vidrio sano. Las chapas de las persianas desintegradas habían cruzado la calle y se podían ver enroscadas en los árboles. Milagrosamente, en el momento de la explosión, nadie pasaba por enfrente, lo que seguramente atenuó los años de cárcel que el responsable debió enfrentar por su responsabilidad. (¿O irresponsabilidad?)

Cambiemos de tema: los viajes en tren. En ese entonces a mi ciudad llegaban dos líneas de ferrocarril: el San Martín, que, llegando a Montecomán, podía llevarnos hasta Buenos Aires, si tomábamos al este, por la línea que pasaba por Huinca Renancó. O, si continuábamos al norte, hasta Mendoza, podíamos seguir desde allí a San Juan u otros puntos del país. El otro era el Ferrocarril Sarmiento, que también atravesaba el mapa en una línea paralela al San Martín, llegando hasta la estación Once, en Buenos Aires. El Ferrocarril San Martín tenía su estación local en el Barrio San Carlos, al final de la calle Mendoza. Esa estación se llamaba "Pacífico", de ahí que hasta hoy ese barrio mantenga indistintamente las dos denominaciones. El Ferrocarril Sarmiento tenía su estación en Alvear Oeste. Ambos eran similares en servicios de carga, aunque en el San Martín, para los pasajeros, existía lo que se llamaba el Coche Motor. ¿Qué tenía de diferente a un tren común? Que tenía su propio motor, no estaba tirado por una máquina locomotora diesel ni a vapor. Era una especie de gran colectivo, dividido en dos o tres grandes vagones, con el frente arredondeado y estaba diseñado exclusivamente para pasajeros. Creo recordar que en un viaje a Mendoza tardaba menos que el colectivo. Es probable, ya que éste último debía entrar a San Rafael y parar en todas las ciudades por las que pasaba, mientras que el tren cortaba camino por donde hoy es el llamado camino a Las Catitas. También era mucho más cómodo el viaje en tren. Se podía caminar, ir y venir a gusto por sus amplios pasillos o, cuando había pocos pasajeros, dormir estirado en uno de sus largos asientos. Y se podía tomar una Nora. ¿Qué era una Nora? Una bebida gaseosa que, según me han dicho, sólo se vendía allí, en el Coche Motor. Venía en gusto lima limón y era muy rica. Como tantas otras cosas, desapareció junto con este medio de transporte.
Tengo grabada en mi memoria las bocina del Coche Motor y la del tren, distintas entre sí. La del Coche Motor era similar a la de un auto, aunque de mayor volumen y alcance. La del tren de vapor era una especie de silbato, accionado por vapor y muy potente.
Ir a la Estación, (Pacífico u Oeste) a esperar un pariente era un acontecimiento para cualquier niño de entonces. Generalmente llegábamos junto a nuestros padres con varios minutos de anticipación. Recorríamos el andén sin dejar un centímetro sin pisar y preguntando a cada rato: - ¿Falta mucho?
No faltaba alguno que, desoyendo las indicaciones de los adultos, bajaba hasta las vías y, copiando lo que tantas veces habíamos visto en el cine, apoyaba un oído en los rieles esperando sentir las mismas vibraciones que alertaban a los pieles rojas cuando un tren se aproximaba. Los padres, o el guarda, lo sacaban inmediatamente, con gran alboroto. Seguramente pensaban que nuestro país ya contaba con un tren bala que podía llegar sin previo aviso a cortar la cabeza de aquel imprudente.
Finalmente la bocina lejana ponía a todos en movimiento y pocos minutos después veíamos aparecer el tren a la distancia. Mientras pasaba frente al andén, identificábamos a nuestros parientes saludando desde las ventanillas y corríamos a una distancia prudencial hasta que el monstruo de hierro se detenía totalmente.
Todo eso que para mí y para mis mayores era tan común y parte de nuestras vidas, ya no está. Las Estaciones Pacífico y Oeste aún están allí, erguidas y defendiendo la dignidad que queda en sus ladrillos rojos. Los rieles que quedan sólo nos conducen a añorar tiempos sin retorno. Me crié escuchando que los ferrocarriles daban pérdidas y que el país no podía mantenerlos. Puede que haya sido así, puede que esa situación haya sido insostenible y que la única solución haya sido la que se eligió. Pero ¡qué lindo era ir a ver llegar el tren!... ¡Qué lindo! ¡Y qué lejano!

Aunque ya me he referido a algunas cosas que ocurrieron cuando cursaba la secundaria, quiero contar por qué, al terminar la escuela primaria, elegí la Escuela de Agricultura. Fue por un detalle fundamental para quién, como yo y la mayoría en ese entonces, no había escuchado jamás las palabras "orientación vocacional": Aunque parezca mentira, yo elegí esa escuela porque allí no se usaba guardapolvos. Eso, que hoy parece – y fue - una estupidez, era una de las diferencias que más se destacaban en las charlas de adolescentes... y a mí me parecía bárbaro.
-          Una escuela donde no se use guardapolvos debe ser una escuela fácil – pensé. En los meses de calor se usaba pantalón y camisa de trabajo, color caqui; y en invierno, saco blazer azul y pantalón gris. Mejor imposible. Además, en esa escuela ya estaba mi hermano mayor, y a él parecía gustarle. (Se recibió allí de Enólogo.)
Quiero dejar aclarado que para nada estoy cuestionando a esa institución que me parece de las más completas y valiosas que tiene el departamento y a la cual sigo nombrando y defendiendo como "mi escuela". Pero, en mi caso, entrar a estudiar Enología fue un error que contribuyó en gran parte a que jamás terminara la secundaria. Por una razón muy simple: yo no quería ser enólogo. A mí me gustaban los motores, todo lo que fuera técnica automotriz y, por supuesto, el arte. La música, el dibujo, la literatura. El primer año lo pasé bien, pero cuando entré a segundo, con seis días de clase a la semana, con tres de esos días, incluido el sábado, en los que debía concurrir mañana y tarde, comencé a vislumbrar que eso no iba a terminar bien. Cito aquí estos detalles tan personales para alertar a mis descendientes a reflexionar bien preguntándose si lo que van a estudiar es lo que realmente les gusta. Elegir una carrera de las denominadas difíciles o largas, suena bien y da status de inteligente, pero significa renunciar a muchas cosas. Por ejemplo, esparcimiento y actividades artísticas, tan útiles para la formación del espíritu, como aquellas otras para asegurar un futuro. Volviendo a mi experiencia personal, yo evitaba estudiar en mi casa porque sentía que me faltaban horas para vivir. La materia de la hora siguiente la estudiaba en el recreo anterior. Cuando la complejidad aumentó, el sistema perdió efectividad y dejé esa escuela.
Aquí otra peligrosa opinión mía que ojalá sea bien interpretada: Yo pienso que el estudio no debiera quitarle a un joven más de la mitad de las horas útiles del día. El resto del tiempo puede gastarse en practicar algún deporte, aprender algún instrumento musical, baile, canto, pintura, etc. Incluso en ese tiempo se puede estudiar más intensamente alguna materia o tema que realmente le guste. A falta de otro ejemplo cito aquí cuando, más tarde, y ya estudiando lo que más me gustaba - motores de explosión - en los dos primeros años, además de ser el mejor alumno, prácticamente no aprendí nada nuevo. Porque, aparte de tener un padre mecánico, ese tema me encantaba y lo había estudiado solo, en los libros y revistas sobre el tema que compraba y devoraba.
Tampoco hay que tenerle tanto miedo al tiempo libre de los adolescentes, a los "entretenimientos de la juventud". Cuando hay una buena preparación familiar, una buena base de afectos recíprocos y la necesaria tolerancia a las naturales discrepancias entre mayores y menores, los riesgos de equivocarse son los mismos adentro o afuera de la casa. Es cierto que hay que llegar a la adultez con una preparación adecuada y que, lamentablemente, la época del estudio se superpone con la juventud. Pero hay una frase muy vieja y muy cierta: nadie tiene la vida comprada. A la vez que un joven se prepara para esos años que (se supone y ojalá) vendrán, debe ir viviendo intensamente y con felicidad los presentes, los que tiene en la mano. Fundamentalmente porqué esos años son los de su juventud. Y esa palabra: "Juventud", y su hermoso y amplísimo contenido, no tienen precio. Esos años pasan rápidamente "y no vuelven más". Los que vendrán, aunque asuste decirlo, todavía son utopía, una expresión de deseo basada en las estadísticas. Ya llegarán, y vamos a hacer todos los esfuerzos para recibirlos con una preparación acorde. Pero nunca a costa de dejar de vivir la juventud. Vivir la juventud plenamente y con felicidad es una obligación que debiera estar contemplada en la Constitución Nacional.
Los mayores que tengan hijos estudiando y no estén de acuerdo, pueden arrancar esta hoja y tildarme de loco o fatalista. No creo que lo sea, simplemente trato de leer en los recuerdos que la vida me ha dejado y ser realista. A modo de ejemplo cito uno que por su cercanía me toca directamente, aunque no ha influido en mi modo de pensar, que debe haber venido en mis genes: Alguna vez tuve un amigo que se recibió de médico a los veintitrés años y se casó inmediatamente. A los treinta y siete años, con tres hijos, después de haber hecho una carrera exitosa y haber acumulado una considerable cantidad de bienes y dinero, se pegó un tiro en el pecho con una escopeta. La facultad le había enseñado mucho, pero él no había aprendido a ser feliz.
He conocido a otros jóvenes que de uno u otro modo también murieron apenas pasada la adolescencia. No sé si en el lugar donde ahora están se piensa o se reflexiona sobre los errores de la vida, pero si es así, sé que hoy darían todo ese paraíso donde habitan por una sola hora, una sola hora para juntarse en una esquina con los amigos, con las chicas, escuchando música, hablando de cualquier cosa y ¿por qué no? para equivocarse... Sí, señor, aunque sea para equivocarse una sola vez,... una sola vez... Y esto va para ambos sexos.

No tiene nada que ver con los que antecede ni con lo que sigue, simplemente me acordé y lo incorporo como un consejo para quién quiera vivir con un espíritu joven: Aconsejo leer el libro "El Principito", a partir de los diez años y luego, a lo largo de toda la vida, al menos una vez cada cinco años. Si en algún momento descubres que la parte donde el Principito anuncia su partida ya no te emociona,... comienza a preocuparte...

A veces he reflexionado sobre la cantidad de cosas que han aparecido o cambiado durante mi vida. Cuando yo era niño no había televisión. Y no había computadoras. Si alguien nos hubiera dicho que cincuenta años después un niño de tres o cuatro años podría manejar un aparato semejante, lo hubiéramos tildado de loco. Todavía recuerdo cuando mi hermano Aldo, que era quien primero se enteraba de todas esas novedades, apareció un día diciendo que en algún lugar había una máquina que pensaba. Como correspondía, lo acusamos de mentiroso y nos reímos de él. Hasta que nos trajo la revista donde se veía, ocupando toda una gran habitación, una de las primeras computadoras. (Aún no se llamaba así.) Tampoco había grabadores de uso familiar, al respecto ya nombré la aparición del Gelosso. Después de eso, y ya como un lujo para los automóviles, llegó el magazine, luego el casette, el CD, el minidisco y recientemente el archivo Mp3. Toda la técnica ha avanzado tanto y lo sigue haciendo tan rápidamente que mientras escribo este párrafo los ejemplos citados como últimos están quedando viejos. Entre estos grandiosos inventos también llegó Internet, que puso toda la información mundial al alcance de la vista.

Durante esos tortuosos años de secundaria, entre tantas otras cosas, me tocó ser testigo del cambio fundamental que hubo en la música popular con la aparición de Los Beatles. Reconozco que cuando los escuché por primera vez no me gustó mucho lo que hacían. Creo que lo que realmente me sucedía era que no entendía esas melodías distintas, de una "estructura" rara, que de acuerdo con mi oído, a veces me daban la sensación de quedar inconclusas. Pero al poco tiempo las "entendí", comenzaron a agradarme y pude memorizarlas y disfrutarlas. Obviamente me refiero a la parte musical, jamás supe qué decían y realmente nunca me importó. Tampoco sé lo que dicen las Óperas Carmen, Guillermo Tell o La Traviatta, y me encantan.
Paralelamente a Los Beatles surgieron otros locos, muy flacos y melenudos, siempre con aspecto desaforado y un ritmo distintivo, más acentuado, en los temas de rock. Aún están juntos, tocan cada vez mejor, y los he elegido para que toquen en mi funeral; por supuesto, me refiero a los Rollings Stones.
Ya dije que soy un apasionado de la buena música de todos los tiempos. Si comenzara a hablar de estos dos grupos o de otros que me gustan, transformaría este libro en un libro de música. Sólo voy a agregar que el joven de hoy que no haya escuchado con atención a Los Beatles y Los Rollings, (le sumo Jethro Tull, Queen y Pink Floid.) se está perdiendo la oportunidad de conocer muchos "por qué" musicales. Y también se está ahorrando la sorpresa de descubrir que muchas cosas "geniales" que hoy hace su grupo preferido, ya las hicieron hace más de cuarenta años estos verdaderos creadores.
En esos años, aquí, en Argentina comenzó a escucharse un conjunto de pelilargos que, a primera vista, por la apariencia de sus integrantes, parecía una copia más del movimiento Beatle. Pero, al momento de escucharlos, se descubría que tenían identidad propia, especialmente su cantante: Lito Nebbia, que aún nos sorprende con su talento. El grupo inicial, creado por Ciro Fogliatta, se llamaba "Los Gatos Salvajes" y fue el primero en grabar en castellano temas propios de lo que luego se llamaría rock nacional. (Aunque Nebbia asegura que jamás intentó hacer nada similar al rock.) Luego, cambiando algunos integrantes, el grupo derivaría en "Los Gatos" y dejaría su propia huella a seguir o eludir. En este nuevo grupo, entre otros, tocaron Moris y el eterno Pappo Napoletano.
(Pappo acaba de morir en un accidente motociclístico mientras corrijo este libro.)
También en ese lapso apareció Luis Alberto Spinetta, con la que alguna vez sería catalogada como la mejor canción del rock nacional: "Muchacha ojos de papel", temazo irrepetible.

Relacionado con la Escuela de Agricultura, aunque ya no con la música, hay un rostro que nunca voy a olvidar. Un hombre que marcó un antes y un después en todos los que lo tuvieron de maestro. Y voy a llamarlo así: Maestro, porque sé que es el modo en que a él le hubiera gustado que lo recordaran: El Maestro Luis Ponce.
No exagero si digo que este libro y todo lo que he escrito hasta hoy se lo debo en parte a él. Era mi profesor de Castellano. Se preocupaba tanto en enseñarme a escribir correctamente que a veces pienso si de algún modo no estaría adivinando que ése sería mi camino a elegir. En esa materia yo era un excelente alumno, no merecía tanta atención de su parte porque realmente me gustaba y la estudiaba sin que nadie me lo pidiera. Pero él siempre me controlaba, especialmente en versificación o cuando redactábamos sobre algún tema. Se acercaba lentamente por el pasillo que quedaba entre los bancos, se me ponía detrás y con sus ojos de águila controlaba cada acento, cada punto, cada coma. Si algo estaba mal o podía mejorarse, se inclinaba y me lo sugería.
Hoy, en mi departamento, hay una escuela y una calle con su nombre. Su tumba, casualmente, está frente a las de mis abuelos maternos y siempre obtiene de mí la caricia de una mirada agradecida; pero mi homenaje particular voy a dejarlo aquí, y voy a dejarlo escrito, con las mismas letras que él se preocupó en enseñarme a usar y con la misma sencillez que lo caracterizaba:
- Muchas Gracias, Maestro. 

Una noche, en una fiesta que se hacía en la plaza departamental, conocí unos pequeños autitos que estaban en exposición: se los llamaba entonces Go Kart, luego ese nombre derivaría en Kart o Karting. Mi tío Rafael también se interesó en ellos porque, según se decía, muy pronto iban a comenzar a hacerse carreras con esos autos. Pocos días después compró uno, muy grande comparado con los que llegaron después. Tenía motor de moto Puma 98 y ruedas de motoneta. Era pesadísimo, pero tenía una sola ventaja, su considerable altura, que le permitía correr en pistas de tierra, desparejas o medanosas. Pronto comenzaron a hacerse pistas asfaltadas y ese auto fue reemplazado por otro, de un diseño muy bajo y liviano. El motor también quedó abandonado, suplantado por uno importado de Estados Unidos marca Mc Cullock, diseñado especialmente para Karts. Aunque los pequeños motores son una de mis pasiones, no voy a extenderme en detalles técnicos ni en la carrera profesional de mi tío como piloto. Tampoco en la de mi hermano Héctor, que gracias a su juventud y menor peso, heredó ese puesto ganando algunas carreras. Sí voy a recordar que el primer kart, alto, pesado y más lento, quedó para nosotros, los "chicos" de la familia. Osvaldo y Alfredo aún eran muy pequeños y tenían que conformarse con que los paseáramos nosotros. Hoy no me atrevería a hacer ni la décima parte de las cosas que hemos hecho con ese kart. En nuestro secadero de frutas, corríamos en plena noche, sin luz, por los pasillos que quedaban en la playa donde se secaba la ciruela. A veces equivocábamos el camino y de pronto estábamos andando sobre un piso de ciruelas frescas desparramadas sobre paja seca. No faltaba el derrape que derribaba una pila de cajones o de bandejas, a veces llenas de fruta seca. Al otro día iban al escritorio las quejas de Don Jorge Aguirre, el capataz de la fábrica. Tanto nosotros como mis primas, castigábamos diariamente ese noble motorcito haciéndole más kilómetros de los que los ingenieros de Puma jamás soñaron. Finalmente, aburridos o suplantándolo por los autos de verdad que ya comenzaban a prestarnos, lo abandonamos y un día supimos que había sido vendido.
En esos años el motociclismo y las carreras de karting tuvieron gran popularidad en todo el país. Era raro el domingo en que no fuéramos a alguna carrera, a veces a centenares de kilómetros de nuestra ciudad. Solíamos hacer campamento conjunto con el grupo de Coco Ferzola. Coco tenía una moto Zanella muy veloz. La preparaba él mismo y hacía quedar muy bien a nuestra ciudad. Su hijo, "Corchito" para nosotros, heredó esa capacidad mecánica y conductiva y hoy, en mi ciudad, al hablar de motos, ese apellido es un referente obligatorio.
En una de esas carreras tuve la oportunidad de presenciar de cerca un accidente atípico y trágico. Fue en el Club Argentino. Estaban las motos alineadas sobre la raya de largada, con los pilotos acelerando y atentos a la bandera del comisario de pista. De pronto, uno de ellos comenzó a hacer señas, pidiendo que lo esperaran, a la vez que señalaba desesperadamente hacia abajo. Se le había trabado el acelerador a fondo y el motor estaba levantando revoluciones a un límite extremo. Uno de los jóvenes que estaba allí, a mi lado, mirando, corrió a ayudarle agachándose sobre el motor. Inmediatamente después de hacerlo saltó hacia atrás y cayó boca arriba, cerca de mis pies. En el medio de la frente tenía un agujero cuadrado, de unos dos o tres centímetros de lado, del que comenzaba a brotar sangre espesa. Mientras tanto, el piloto de la moto también había caído, gritando y con la pierna izquierda ensangrentada del lado interno. Debido a las altísimas revoluciones, el volante de la moto se había desgranado lanzando pedazos hacia todas partes. Cargaron a los dos heridos en una camioneta y se los llevaron al hospital. Luego supimos que el de la herida en la frente había muerto a poco de llegar, un trozo de metal había ingresado en su cerebro. El otro estaba internado, con la pierna muy herida. Es cierto: un poco tétrico el recuerdo, pero estaba ahí, junto a los otros relacionados con las carreras de motos y karting.


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