Volviendo a la calidad de los artefactos de antes, recuerdo ahora cuando mi padre apareció en casa con un extraño y avanzado aparato. Se llamaba "licuadora" y era algo extraordinario. Al regreso de la escuela era infaltable en la mesa el gran vaso de leche con banana. En ese entonces solíamos tomar ese trago solamente en las confiterías La Polonia o Ros Mary, algún domingo a la tarde, a la salida del cine, o cuando viajábamos a San Rafael o a la ciudad de Mendoza. Pero desconocíamos que el misterioso aparato que lo fabricaba se vendiera para uso doméstico. Esa licuadora aún existe en casa de mi madre y es otro artefacto que funciona perfectamente, con casi cincuenta años encima de sus rodamientos y motor.
Otro trago muy solicitado en la época era el famoso "submarino". Tenía una receta muy complicada, seguramente obtenida descifrando con mucho trabajo un antiguo papiro. Consistía en introducir una barrita de chocolate en un vaso de leche que podía estar fría, tibia o caliente, según la estación del año, y hacerla girar con una larga cucharita hasta que se disolviera. A nosotros nos encantaba, pero "ése que se tomaba en la confitería", en la casa raramente lo preparábamos.
Recordando aparatos en su momento realmente novedosos, ya nombré el "tocadiscos" y antes de continuar quiero dejar aquí el nombre de dos de los primeros discos infantiles que tuvimos: "Oh, Susana" y "El Real y Medio". Estoy seguro que esos discos se consumieron en su ley, gastados por la púa hasta desaparecer. Simplemente no descansaban.
Aunque llegó más tarde, viene ahora a mi memoria el grabador Gelosso. El pequeño grabador a cinta abierta fabricado para el uso casero. Según la publicidad tenía múltiples aplicaciones y era "imprescindible para el estudio". El nuestro jamás fue aprovechado con ese fin tan vil, nosotros lo usábamos sólo para jugar o para grabar música. No tenía mucha fidelidad, especialmente debido a su pequeño parlante, pero a nosotros nos parecía estereofónico. Creo que mi hermano Aldo posee todavía el que fue nuestro. Yo tengo uno que perteneció a mi tío Joaquín y funciona perfectamente.
Una familia que estuvo siempre muy ligada a la nuestra fue la familia Krömer. Pocholo y Chola, los dos hermanos mayores, eran muy amigos de mis padres y fueron elegidos como mis padrinos de bautismo. Pocholo falleció cuando yo era un niño. En los últimos años se le han unido sus hermanos Chola y Ricardo, su sobrino Ricardito y su madre, Doña María, quedando actualmente, de toda esa gran familia que conocí, sólo Raúl, el menor de los hermanos. Relacionado a esta familia tengo recuerdos muy nítidos, especialmente de las fiestas de fin de año que solíamos pasar con ellos en casa de Don Sañudo, ubicada en el cruce de la calle Granaderos y Avenida Libertador Sur, donde hoy hay una estación de servicio. En esa casa, en ese momento rodeada de finca y hoy oculta por otras construcciones, se juntaba una cantidad increíble de gente. Al anochecer del 24 o el 31 de diciembre, familias muy numerosas llegaban y llegaban y se iban integrando al grupo. Todos parecían ser parientes o muy amigos y eran recibidos con efusividad. Mientras tanto, en un mesón ubicado en el amplio patio, las encargadas de armar y cocinar empanadas no tenían tregua. En otro sector, cercano a unos olivos, estaban las parrillas, repletas de carne de vaca, lechones y chivos. Don Sañudo, el anfitrión, tenía una voz ronca y un hablar algo apurado que también ha permanecido indeleble en mi memoria.
Después de cenar, como si fuera la última vez, a las doce de la noche comenzaban los petardos y las cañitas voladoras, en cantidades industriales. Cuando se terminaban, cruzábamos la calle en diagonal y reponíamos el arsenal en un kiosco ubicado en el mismo lugar donde hoy se distribuyen en forma mayorista. Y luego, para los mayores, el baile hasta que saliera el sol. Nosotros, cuando el sueño nos vencía, dormíamos un rato en la camioneta y reaparecíamos a cualquier hora de la madrugada, refregándonos los ojos y pidiendo otra taza de clericó.
Al mediodía siguiente recomenzaba todo. Los mesones no habían sido desarmados y almorzaba allí una cantidad de gente similar a la de la noche anterior.
Tanta gente amiga, tanta gente buena, tanta gente que pasó y se fue...
Con el verano llegaba la pesca. En el río o en las lagunas cercanas. Con anzuelo y lombriz o con arpones o "pinchos". De este último modo llamábamos a unas especies de grandes tenedores que se fabricaban con cuatro o cinco anzuelos. (Para tiburones, de diez centímetros de largo.) Estos anzuelos eran enderezados a fuego y, en grupos de cuatro o cinco, unidos a una distancia de dos centímetros entre sí. Luego se los fijaba, a rosca o con soldadura, en la punta de un caño de luz, "de los de antes". Ése arpón múltiple era lo que se usaba para pescar (o cazar) generalmente carpas. Nosotros éramos niños y nuestra tarea consistía en ir guardando en una bolsa lo que los mayores "pinchaban", generalmente en alguna laguna, caminando dentro del agua, si había poca profundidad, o desde un bote, en los sectores más hondos.
Una mañana, yo estaba practicando con uno de esos arpones, haciendo puntería contra un pequeño sauce que crecía en el patio de mi casa, mientras mi hermano Héctor, a una distancia de unos dos metros, estaba jugando a otra cosa.
Sí, adivinó, el arpón pegó de costado en el sauce, se desvió y fue derecho al tobillo de mi hermano. Tuvo que venir mi padre desde la fábrica a extraérselo, ya que había entrado en la carne una de las lengüetas que dificultan que los peces escapen. Por suerte fue en el tobillo.
A veces, los días domingos a la mañana, salíamos en familia. No me refiero a una sola familia, sino dos, tres o más, con todos los hijos, (en ese entonces numerosos) con algunos vecinos o amigos, sobre camionetas y camiones, con mesas, sillas y hasta camas. El lugar elegido podía ser el Rincón del Indio, la Toma de San Pedro, el puente del Río Atuel, o cualquiera de los muchos lugares que había sobre su costa, en una huella que lo costeaba desde el puente hacia el norte.
En ese entonces la costa del Atuel era la costa de un río, naturalmente poblada de sauces y otros árboles. Algunos años después pasaron las máquinas canalizándolo en forma recta, dejando de lado esos lugares hermosos que la naturaleza se había esmerado en crear para los hombres.
(Mientras escribo esto mucha gente está trabajando en un canal de cemento destinado a encausar lo que queda de mi río hasta la localidad de Carmensa. Y el río Atuel será solamente agua que pasa.)
Otros lugares elegidos solían ser algunas de las tantas lagunas que en ese entonces había en las cercanías de la ciudad, entre ellas la de El Trapal. (Los montes cercanos a esa laguna también tenían otros usos que no debo ni puedo abordar en este libro.)
A veces, en verano, se armaba un gran toldo, generalmente al lado de un camión y allí abajo se instalaban las mesas donde se comería, juntando lo que todos habían traído, que puedo asegurar era mucho. Inmediatamente de llegar al lugar, cerca del agua, ya fuera del río o de una laguna, se hacía un pozo cuadrado, aproximadamente de un metro por un metro. Ese pozo se profundizaba hasta que se llenaba de agua. (Por estar en la costa, con cincuenta o sesenta centímetros alcanzaba.) Esa era la heladera y allí se ponían al remojo las botellas o damajuanas de vino, la sidra o lo que se hubiera llevado para tomar. Llegada la hora de regresar, nosotros, los sátrapas, nos encargábamos de tapar ese pozo con ramitas transformándolo en una trampa para los desprevenidos que llegaban al día siguiente.
Esas salidas, para todos los niños del grupo, significaban una libertad distinta que aprovechábamos cada segundo recorriendo las cercanías hasta el último centímetro cuadrado y desesperando a todos los animales de la zona. Ya dije que nuestro instinto cazador era muy acentuado y nuestras hondas no perdonaban pájaros, roedores, reptiles ni insectos. El olor al barro de las lagunas, rodeadas del paisaje siempre árido y salitroso de mi zona, también ha quedado en mí para siempre. Igualmente todos los niños nos bañábamos en esas aguas dudosas y nos divertíamos como si estuviéramos en Punta del Este.
Por la noche solíamos quedarnos a cenar allí mismo, al lado del agua, y no era raro que la salida terminara en una cacería de vizcachas, siempre cercanas a las lagunas. Previendo eso, mi padre solía llevar una mochila especialmente diseñada para cargar una batería de automóvil en la que se conectaba un reflector. Una vez más nuestra tarea era ir caminando detrás de los que tiraban, alzando las vizcachas que caían y rematando con un palo a las que quedaban heridas. (Más adelante relataré una anécdota relativa a esta práctica.)
Todo ese mundo en el que predominaban las salidas al campo avanzó rápidamente sobre nosotros incorporándonos como protagonistas y muy pronto comenzamos a planear nuestras propias excursiones, ya sea a cazar o a pescar, según la época y la temperatura. Nuestros padres nos daban bastante libertad y nos permitían decidir qué hacer o no hacer con nuestro tiempo libre. De todos modos, ya dije, nuestros gustos raramente diferían de los de ellos. Con doce años ya tirábamos con fusil en el Tiro Federal y antes de esa edad ya cazábamos pajaritos y cuises, con un rifle de aire comprimido en las cercanías de la ciudad, o con uno calibre 22, si estábamos en alguna finca lejana o en el campo. Todos tirábamos muy bien, y cuando digo todos incluyo a mi madre, que con un rifle 22 era capaz de cazarnos vivo un loro o un cernícalo, rozándole el ala.
Estábamos familiarizados con todo lo relacionado con las armas, conocíamos su funcionamiento y, si hacía falta, hasta sabíamos cargar cartuchos de escopeta. También, para Navidad y Año Nuevo, hacíamos nuestros propios petardos con pólvora y bombas que funcionaban con una piedra de carburo, del que usan las soldadoras autógenas. No detallaré el procedimiento de estos juegos tan peligrosos previendo que algún nieto curioso quiera imitarnos y, literalmente, pierda la cabeza.
Hablando de armas y de posibles accidentes, una tarde de domingo se detuvo frente a mi casa un camión de una familia muy amiga. Iban al Rincón del Indio y pasaban a invitarnos. Mientras mis padres hablaban con el dueño del camión, de atrás de este vehículo se bajaron unos amigos nuestros. Uno de ellos traía en las manos un rifle de aire comprimido de calibre 5,5 milímetros. Al llegar a nosotros, junto con el saludo, me apuntó al pecho y me dijo:
- Te pego un tiro.
A continuación apretó el gatillo... y me pegó un tiro.
Yo sentí un golpe bajo la tetilla derecha y un dolor que crecía en mis costillas. Pensé que era por el aire que expulsa el caño del rifle cuando no tiene balín. Mientras me levantaba la remera y veía correr la sangre, escuchaba que el dueño del rifle, espantado, le decía al otro, que aún lo tenía en las manos:
- ¿Qué hiciste? ¡Yo le había puesto un balín!
Un rato más tarde, el doctor Ferdkin, despertado de su siesta de domingo, me sacaba el balín. Por suerte una costilla, que quedó lesionada para siempre, lo había detenido antes de llegar al hígado.
Cuando estuve vendado, alrededor del cuerpo, como un cowboy malherido, fuimos todos al Rincón del Indio a encontrarnos con esta familia. Cuando mi "matador" me vio vivo no lo podía creer.
Ojalá sirva esta experiencia y mi pequeña cicatriz para evitar cualquier chiste similar. A pesar de nuestra cercanía y manejo constante de las armas, teníamos muy claro que jamás debíamos apuntarnos entre nosotros.
Teníamos conejos, muchos conejos, entre grandes y chiquitos posiblemente veinte o treinta. (Con estos animales, si uno se descuida enseguida tiene un centenar.) Pero los conejos, aparte de su rápida reproducción, tienen otro problema: hay que darles de comer. Comen, proporcionalmente, más que un chancho. Todo el pasto que uno les deje, desaparecerá en una sola noche. Nada es demasiado para ellos y nada debe sobrar. Ése era nuestro trabajo diario: ir a buscarle pasto a los conejos. Alfalfa de la que el abuelo sembraba para su caballo, hinojo que encontrábamos en las acequias, o ramas de sauce, que a la vez les permitía roer los palos, perdonando momentáneamente las castigadas tablas de la jaula.
A veces nos llevábamos algunos de los más mansitos y los largábamos en la alfalfa a pastorear, como si fueran ovejas o chivas. No se iban ni se escondían, saltaban y jugaban entre ellos sin alejarse. Todos eran totalmente blancos y de ojos rojos. Por supuesto, era rara la semana en la que no aparecía en la mesa del mediodía un conejo a la cacerola. Pero eso ya lo teníamos asumido como natural; hoy día, en mi casa, no puedo ni engordar un pollo doble pechuga para Navidad sin que Maki, mi hija, se encariñe con él y me prohíba terminantemente que lo mate. Si del cielo me cayera heredar un campo con mil vacas, tendría mil mascotas más.
Una tarde recibimos la visita de una señora muy amiga de la familia. Venía en una camioneta y traía atrás un gran perro pastor alemán. El perro se bajó y comenzó a recorrer todo el patio, husmeando y orinando todo, como hacen ellos en un lugar que no conocen. Nuestros perros eran más chicos, pero no eran tontos, así que después de unos pocos ladridos apenas para cumplir, desaparecieron de escena. En el fondo del lote, el perro descubrió la conejera, una gran jaula sobre patas de un metro de altura y techada con tablas. Comenzó a gemir desesperado mientras miraba a los conejos. La dueña lo llamó, le ordenó subir a la camioneta y un rato después se fue.
Unas horas más tarde, estábamos cenando y escuchamos ruidos y ladridos de nuestros perros en el fondo. El perro había vuelto solo, había roto la puerta de la conejera y había matado a casi todos los conejos, sólo uno se había salvado milagrosamente escondido en uno de los cajones que usaban para dormir. Fue la única vez que deseé con toda el alma matar a un perro.
Unos días después, a modo de indemnización, la dueña del perro nos trajo una bolsa con cuatro o cinco conejos de los más variados colores. Pero ya no eran los nuestros, blancos como la nieve, con ojos rojos y mansos como cachorritos. Los fuimos comiendo y nunca más volvimos a criar conejos.
Esa vida tan natural que llevábamos hacía que al llegar el anochecer, de uno u otro modo, hubiéramos juntado en nuestros cuerpos una cantidad interesante de tierra. Era la hora del baño obligatorio y a pesar de ser una cosa lógica y natural en todas las casas y en todos los niños, lo he citado para hablar de algo que llegó ahora a mi mente: el champú. El primero que yo recuerdo era usado sólo por las mujeres, en las peluquerías de damas. Los envases de litro se vendían sólo a esos negocios. Luego apareció para todo público, en pequeños sachets o en envases chicos y no muy baratos que se vendían en los kioscos y en las farmacias. Finalmente y por suerte, esos envases grandes, de litro, llegaron a todos. Pero antes de su aparición nosotros nos lavábamos la cabeza simplemente con jabón. Tampoco había enjuague, pero para los cabellos duros había una solución casera, natural y muy eficiente. Un buen jarro de agua tibia con un chorrito de vinagre. (El olor se va en unos minutos.) Dudo que haya una crema de enjuague actual que iguale la suavidad que dejaba ese procedimiento, seguramente antiquísimo, en el cabello. Y se me ocurre ahora que esa costumbre debe haber tenido mucho que ver en que el problema de la pediculosis, hoy tan común, haya sido entonces algo desconocido o muy raro.
Más adelante se puso de moda un líquido pegajoso que venía en unos envases plásticos semitransparentes. Se le llamaba Spray, seguramente porque se aplicaba pulverizado sobre el cabello. Se suponía que fijaba el peinado y reemplazaba a la conocida "gomina" que perduraba desde los años de Gardel. A mí siempre me pareció una especie de agua con pegamento y colorante.
Los artículos descartables eran raros, al menos en el uso masivo. Había vasos y platos de cartón encerado, pero no recuerdo otros como cubiertos o servilletas en rollo. En las pizzerías las pizzas se servían en porciones y éstas se entregaban sobre trozos de papel de envolver, prolijamente cortados en rectángulos. Seguramente los precios determinaban que a los picnics de entonces se llevaran los mismos cuchillos, tenedores y platos que se usaban en la casa. El plástico estaba en sus comienzos y la mayoría de los juguetes eran de chapa o madera. Se usaba mucho la bakelita, el primer compuesto de ese tipo, creado justamente por un hombre apellidado Bakel. Las bolsas de nylon que hoy nos regalan en el supermercado o en cualquier almacén, eran inexistentes. Se usaban las de papel, que hoy intentan reflotar, con mucha razón, los ecologistas. Esto me cambia el tema recordándome que la mayoría de los alimentos se vendían sueltos, una modalidad re descubierta hace pocos años y presentada como una novedad para los más jóvenes. Harina, polenta, azúcar, yerba, jabón en polvo, etcétera; todo estaba allí, detrás del mostrador, en unos cajones diseñados al efecto, con una gran tapa inclinada que se abría hacia arriba. (Todavía pueden verse en algunos negocios antiguos.) El almacenero tomaba la bolsa citada, de papel blanco o marrón, y la llenaba con una gran cuchara de chapa galvanizada. La leche se vendía en botellas de vidrio tapadas con un corcho o una tapita de cartón pegada en el borde del pico, pero los que vivíamos en las afueras tomábamos la que nos vendía a domicilio el lechero, en nuestro caso Don Emili y otros que el olvido ha borrado. ¡Qué diferencia entre esa leche realmente natural y ese líquido blanco que hoy nos venden con ese nombre!
Para el que quería andar con el peinado armado durante todo el día, estaba la tradicional gomina, recientemente nombrada. Podía ser Glostora o Brancatto. Además de endurecer los cabellos, los dejaban brillantes; como la Brillantina, otro líquido aceitoso que se vendía con ese propósito.
Hablando de cabello, recuerdo cuando una tarde fui a cortarme a una peluquería que no nombraré porque todavía existe y es muy conocida en mi ciudad.
- ¿No querés que te corte a la navaja? - me preguntó el peluquero.
Yo debo haber tenido doce o trece años y cuando me mostró las fotos que promocionaban ese corte novedoso, me pareció lindo y acepté.
A mí me gustaba Elvis Presley, pero jamás había pensado peinarme como él. Salí de allí con un jopo de unos seis centímetros de alto, endurecido por alguno de los fijadores citados y la aplicación de calor con un secador eléctrico. Me miraba en las vidrieras y me lo aplastaba con la mano, pero cuando lo soltaba volvía a su lugar como un resorte. Nunca se me hizo tan largo un viaje hasta mi casa. Me parecía que los autos frenaban sólo para verme mejor. Llegué y entré corriendo al baño a lavarme. Me había recorrido más de diez cuadras con una mano en la cabeza.
Seguramente por asociación, al recordar una cosa que estuvo de moda, aparece otra, y así acabo de recordar los zoquetes "strech". Así se les llamaba. Eran del tamaño de los zoquetes para bebe, pero al ponérselos se estiraban increíblemente, pudiendo usarlos tanto un adulto como un niño. Creo que incluso venían en un solo tamaño. Aunque hoy se venden unos guantes con el mismo principio, nunca más vi esos pequeños zoquetes elásticos.
En los días en que escribo esto, enero del 2005, una publicidad radial está usando un tema que cantaba Joselito. No sé de dónde lo habrán rescatado. En una época este pequeño enano español fue famosísimo por su voz y por sus películas. ¿Quién que hoy tenga cincuenta o más años no recuerda esa canción que dice? :
- ¿Dónde estará mi vida? ¿Por qué no viene? ¿Qué rosita encendida me la entretiene? Agua clara que camina, entre juncos y sauzales, dile que tienen espinas las rosas de sus rosales, dile que no hay colores que yo no tenga, que me muero de amores, dile que venga...
Eso lo cantaba Joselito, y al nombrarlo he dicho la palabra "enano" porque lo he visto hace pocos años en la televisión española y su pequeña estatura, hoy adulto, me hace pensar en un problema de ese tipo.
También surgió inmediatamente después, otra niña española que cantaba muy bien. Podíamos verla en películas y estoy seguro que enamoró a todos los niños de entonces. ¿Quién no se enamoró de Marisol? Yo sí, y si usted es varón y tiene mi edad, seguramente también.
Siendo muy jovencita se casó con el famoso bailarín Antonio Gades, alias: "El que no sabe elegir".
Hice toda la primaria en la Escuela Capital Federal. En ese entonces hacía sólo cinco años que había sido trasladada al edificio que hoy ocupa. En esa misma escuela, tres años antes, había ingresado Aldo, mi hermano mayor. Ahora que lo cito, puedo recordar cuando, aproximadamente a las cinco de la tarde, junto a mi madre, íbamos hacia el fondo de la casa, donde comenzaba la finca, a esperarlo. Finalmente aparecía, a la distancia, en el otro extremo del callejón, con su guardapolvo blanco, con cara de cansado y llevando casi a la rastra la pesada maleta de cuero. Era un verdadero héroe que regresaba de las cruzadas y así era recibido por nosotros, que aún desconocíamos esos signos que él llamaba letras. (Aún hoy los seguimos desconociendo, la caligrafía de mi hermano sólo era entendida por él y los antiguos etruscos.)
Mi primera maestra de primero infantil se llamaba Velia Estupiñán. Hace poco supe que aún vive en Mendoza, en la calle Belgrano a pocas cuadras de la calle Las Heras. Las maestras de los otros grados han sido de mi ciudad, las cruzo a veces y las saludo pensando que me recuerdan, pero no pregunto. Nunca es bueno saber que uno ha sido olvidado.
Cuando yo entré, el director era un señor viejísimo (debe haber tenido como cuarenta años) que se apellidaba Ferrari. Luego, si mal no recuerdo, fue el famoso maestro Leguizamón, protagonista involuntario de una de las últimas anécdotas de este libro y finalmente, la Señora de Pía.
En esa escuela fui un buen alumno y todo parecía indicar que en la secundaria eso se repetiría. No fue así. Vaya a saber por qué o en qué momento, si bien mi inteligencia estaba intacta y me permitió salvar muchos escollos, el virus de la vagancia se infiltró en mi sangre y desvió mis pensamientos hacia otros horizontes. Pero no nos salgamos de esos años felices.
Entre las cosas que se enseñan en la escuela primaria está el amor por los símbolos patrios. Inexplicablemente, nunca sentí mucha devoción por el escudo, me parecía falto de gracia y, aunque me lo explicaron, nunca entendí bien el significado de ese gorro rojo. Pero la Bandera, la Escarapela y el Himno Nacional ingresaron a mi sangre ganándose mi respeto eterno. Entre las canciones patrias, la Marcha de San Lorenzo, La Marcha de la Bandera y el aria Aurora siguen siendo valoradas por mí tanto por su música como por su letra. Ésta última canción, Aurora, cantada por los niños mientras se iza una bandera me sigue causando la misma emoción que me enseñaron a sentir hace casi cincuenta años. Mis actuales conocimientos musicales me permiten discretamente analizar esas composiciones musicales y advertir la gran capacidad de esos compositores argentinos, por nacimiento o por elección.
En un acto militar de Inglaterra, pasado por televisión hace unos meses, pude ver con satisfacción como esos soldados (alguna vez nuestros enemigos) marchaban escuchando nuestra Marcha de San Lorenzo. Recientemente, buscando en Internet supe que su autor, Cayetano Alberto Silva, era uruguayo y además... era negro e hijo de esclavos. La marcha se hizo famosa (en Europa se considera una de la cinco mejores partituras militares de la historia) y se ejecuta actualmente en los cambios de guardia del palacio de Buckingham. Al terminar de redactar esta oración y siempre hablando de música, vino a mi memoria otra marcha que escuché de fondo en un desfile militar extranjero, también televisado: la Marcha del Chavo. Sí, la misma marchita que se escucha mientras pasan los títulos de ese extraordinario programa para chicos que pienso seguir viendo hasta el fin de mis días. Ejecutada por esa gran banda militar, sólo con instrumentos de viento y percusión, sonaba como lo que en realidad es: una hermosa composición musical que queda bien donde la ubiquen.
No resisto la tentación de dejar aquí el viejo chiste sobre el General Susvín. ¿Quién fue el General Susvín? Pues nada más y nada menos que el más viril y seductor de los militares argentinos. Hasta figura en una canción patria, más precisamente en la Marcha de la Bandera. Recuerde el párrafo:
... con valor sus vínculos rompió...
¿Lo encontró? ¿Qué le parece?
Cuando yo nací los médicos descubrieron que tenía una hernia en cada testículo. (Bromistas abstenerse.) Del lado izquierdo me curé con una especie de soporte elástico de caucho que me mantenía los intestinos en su lugar hasta que la abertura se fue cerrando sola. Pero del lado derecho fue necesario una cirugía. Fue una intervención simple, de la cual hoy no encuentro la cicatriz, ya que entonces tenía sólo seis años. Pero mientras yo estaba en la Clínica Yale, de San Rafael, reponiéndome de esa operación, mi abuela paterna también caía allí, afectada por lo que luego descubrieron era un cáncer óseo que afectaba algunas costillas.
Antes de seguir con la enfermedad que llevó a la muerte a mi abuela paterna quiero destacar un momento feliz durante ese momento dramático que yo desconocía. Cuando salí del quirófano, despierto como había entrado, ya que me operaron con anestesia local, mi padre me estaba esperando con un regaló extraordinario y ciertamente incomparable: ¡Un Pepe Loco! Lo habíamos visto antes de entrar al sanatorio en una juguetería cercana y mi padre seguramente habría advertido el brillo de mis ojos. Yo no sé con qué se puede cotejar hoy la emoción que era tener un Pepe Loco. Veo a los chicos actuales abandonar (o romper) sus juguetes minutos después de haberlos recibido y no logro entender en qué ni cuándo cambió todo, y por qué cambió para mal.
El famoso Pepe Loco era un Jeep manejado por un Cowboy. Se le daba cuerda y salía hacia delante sin una dirección determinada, pero en cuanto chocaba contra algo, retrocedía o giraba y salía en busca de un nuevo obstáculo. Nunca quedaba atrancado.
Investigando hace poco en Internet supe que fue un juguete muy famoso, oriundo de Estados Unidos y muy buscado hoy por los coleccionistas. Hubo una versión nacional en la que el chofer era un gaucho y el vehículo un tractor, pero funcionaba exactamente igual. Ese juguete estaba construido totalmente de chapa estampada, con un trabajo y una pintura muy detallada que hoy no tiene comparación.
Pero volvamos al resto del relato. Mi padre supo en esos días que en poco tiempo su madre se moría sin remedio. Creo recordar que me comentó que estaba muy enferma, sin adelantarme detalles de su gravedad.
De regreso y ya reestablecido, una tarde nos llevaron a casa de mi otra abuela, Dominga Heredia. Ya todos los menores sabíamos que mi abuela Carmen estaba muy enferma, aunque nadie imaginaba un desenlace. Es más, suponíamos que morirse y otras calamidades similares eran cosas que no sucedían en nuestra familia. La muerte era cosa de los otros, era ajena.
Por alguna causa, desde esa casa, ubicada en el inicio de la calle Chacabuco, crucé el puente del canal y me asomé a mirar hacia la casa de mi abuelo Rafael, a unos ciento cincuenta metros de distancia. Me llamó la atención ver varios autos estacionados en esa esquina. Recuerdo que regresé y le comenté a mi abuela Dominga:
- ¿Qué pasará que hay tantos autos en la casa del abuelo Rafael?
- ¿Qué va a pasar? Se murió tu abuela Carmen... - me dijo sin anestesia.
Nunca fue muy delicada mi abuela Dominga para dar las malas noticias. Un rato más tarde nos vinieron a buscar y allí fue la primera vez que vi a una persona muerta. También fue la primera vez que vi a mi abuelo llorar. Lo veo hoy levantando a mi hermano Héctor, de tres o cuatro años, para que viera a la abuela en el cajón y llorando desconsolado la pérdida de su querida esposa.
A la noche siguiente, mi papá decidió que, para que el abuelo no se sintiera solo, uno de nosotros fuera a dormir con él. No recuerdo si alguna vez antes había ido allí a dormir, pero esa noche me despertaron los sollozos de mi abuelo. Él se dio cuenta, me acarició y me dijo:
- Ya está, hijo, ya está... - y siguió llorando en silencio.
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