miércoles, 16 de marzo de 2011

pag 94 a 106

Si bien es cierto que este escrito no tiene otro remedio que caer en lo personal, paralelamente trato de historiar algunos hechos resaltantes o al menos originales que ocurrieron en el departamento durante mi niñez. Al respecto recordé ahora cuando en el Club Argentino, en una fecha patria, llegaron los militares a hacer unas demostraciones de algo que supuestamente debían demostrar. Entre otras cosas que salieron bien, pusieron unos explosivos en un árbol caído y los hicieron detonar. Los pedazos del tronco volaron y cayeron entre el público matando a un niño al que le reventaron la cabeza. Todavía no he logrado averiguar qué cosa estaban demostrando, aunque tal vez la respuesta sea la incapacidad para manejar explosivos.

Cuando yo tenía catorce o quince años, nos fuimos de vacaciones a Bariloche y toda la zona de los siete lagos. En esa época muchos caminos que hoy están asfaltados, eran angostos y de tierra y todo el paisaje era más natural. La belleza de esa zona me impactó y su recuerdo me llevó a regresar más adelante en algunas oportunidades. El pueblo más bonito que vi entonces fue San Martín de Los Andes, junto al lago Lácar, aunque en otro viaje posterior ya lo encontré demasiado "civilizado". Si hoy tuviera que elegir un lugar para hacerme una cabaña y quedarme a vivir el resto de mis días creo que lo haría en el brazo norte del lago Traful, en la desembocadura del río Pichi Traful. Aunque no descartaría la desembocadura del río Chimeuín en el lago Huechulafquen. Realmente toda esa zona tiene lugares paradisíacos y una vez allí cuesta mucho decidir el momento de regresar. Los argentinos tenemos una gran suerte en tener la cantidad y la calidad del territorio que poseemos. Ojalá las generaciones venideras sepan, y puedan, conservar esos, nuestros reservorios naturales.

Anteriormente he nombrado a Huinca Renancó. Cuando las malas notas resaltaron la evidencia de haber equivocado el camino, dejé la Escuela de Agricultura y comencé a estudiar lo que realmente me gustaba: "motores de combustión interna". Eso fue en la entonces llamada Escuela del Trabajo Carlos Pellegrini, en Huinca Renancó, Córdoba. Hacia allí arrastré a algunos de mis amigos. Entre otros, Alberto Romanchuck, Pedro Martínez, Alexis Ferreira y el Negro Lecuona, todos entre quince y diecinueve años cumplidos. Es cierto que nunca es tarde para empezar, pero en aquel entonces los jóvenes aún sufríamos un flagelo que obligaba a suspender y en muchos casos a dejar los estudios: todo aquel que cumpliera veinte años debía enfrentar el servicio militar. Más adelante la edad bajó a los dieciocho, agravando la tragedia de la Guerra de Las Malvinas. Parece mentira, pero aún quedan retrógrados que, dirigiéndose a un joven que piensa distinto, lleva el cabello largo o escucha rock, le dicen:
- A vos te hubiera venido bien hacer el servicio militar.
No voy a contestar a ese tipo de delirantes porque me he propuesto no poner malas palabras en este libro.
Volvamos al tema, en ese entonces el que llegaba a los veinte, tenía que regalarle un año de su juventud al gobierno. Y si le tocaba ir a la Marina, eran dos años. Con la edad que nosotros teníamos, sabíamos de antemano que ninguno terminaría el ciclo en esa ni en ninguna escuela. Pero al menos estábamos estudiando lo que nos gustaba y eso se reflejó inmediatamente en nuestras primeras notas. Casi todos teníamos excelentes calificaciones.
Pero no lo hagamos aburrido, este libro es para reír o - ¿por qué no? - emocionarse un poquito con las cosas que entonces se les ocurrían a nuestros jóvenes e inquietos cerebros.
En ese colegio estábamos internados. Eso ya es garantía de anécdotas similares a las del odiado servicio militar. Los fines de semana yo tenía una ventaja sobre el resto de los extranjeros. En esa ciudad vivían (y viven) varios parientes de mi madre. La tía Clotilde, hermana de mi abuela Dominga, una viejita maravillosa, me recibía en su casa los viernes a la tarde y allí me quedaba hasta el domingo al atardecer, en que regresaba a la escuela. También estaba mucho con la familia de mis tíos Chacho Heredia y su esposa Olga, primos de mi madre.
De allí, de la ciudad, hice algunos amigos que con el tiempo reafirmaron su condición: Luis Remírez, que unos años después, debido a un accidente motociclístico quedara confinado a una silla de ruedas. Pablo Ballari, que aún tiene la farmacia en el centro. De éste recuerdo que cantaba algunas canciones zafadas acompañado de su guitarra. Pepo Barreiro y toda su familia, especialmente su hermano Caruso Mariani, que años después trabajara conmigo. Los hermanos Bolagno, los hermanos Bonaveri, el loco Hierro, el Tucán Nieto, Huber Marchisio, el Turco Amado y muchos otros que conocí algunos años más tarde, cuando me radiqué comercialmente en esa ciudad.
Por alguna causa recordé ahora a otros hermanos a los que conocí en esos años: los hermanos Morales. Su familia tenía un pequeña frutería sobre la calle del centro, hacia el oeste. (Supe que esa frutería creció bastante.) Una siesta de domingo yo iba pasando por esa frutería, rumbo al cine. En la vereda estaban estos muchachos, a los que ya conocía por ser amistades de mi tía Clotilde. Junto a otros jugaban con unos guantes de boxeo. Como tantas pavadas que uno hace sin pensar, se me dio por ponerme los guantes y jugar a boxear un poquito con el mayor de los hermanos. Después de algunos esquives tipo Loche, vino una trompada a la que no pude esquivar. Me pegó justo en la pera. Casi me noqueó, por supuesto, sin intención.
Fui al cine, vi las tres películas, salí, llegué a casa de mi tía, estaba cenando y todavía estaba mareado. Usted lo piensa, yo lo digo: Creo que desde entonces quedé así.
Volvamos a mis primeros días en ese Colegio. Según habían calculado las autoridades del colegio, el primer fin de semana los alumnos internados debían permanecer encerrados; sin volver a sus casas ni visitar a sus parientes locales. El motivo era que, al parecer y según experiencias anteriores, algunos alumnos que veían dificultosa su adaptación al encierro, aprovechaban esa primera salida para no regresar más. Se suponía que una semana más podía ayudarlos a aceptar esa situación y continuar estudiando. No era mi caso, pero la ley debía ser pareja y el viernes al mediodía nos anunciaron que nadie podía salir. Yo ya había hecho mis planes de pasar ese primer fin de semana en casa de mi tía Clotilde, y otros compañeros mendocinos también veían relegados propósitos similares. Esa determinación inesperada transformó al pequeño grupo de alvearenses que habíamos ingresado ese año en leones de circo. Nos paseábamos junto al alambrado sintiéndonos en un campo de concentración nazi.
De pronto una idea surgió de alguna de nuestras cabezas: el domingo saldríamos.
Ese día por la mañana nos presentamos al director, Don Luis Seco, y le dijimos que en nuestra ciudad concurríamos a misa todos los domingos y lamentaríamos tener que abandonar esa tradicional costumbre por una disposición que, entendíamos, a nosotros no nos hacía falta. Lógicamente nos autorizaron inmediatamente a salir y concurrir a la misa de las once.
Salimos corriendo a lavarnos un poco la cara, a peinarnos y a cambiarnos de ropa. Algunos de nuestros compañeros mayores, al saber el motivo de nuestro privilegio, quisieron imitarnos, pero nosotros, fieles a nuestra condición, (carneros) les adelantamos:
- No pierdan tiempo, el Director dijo que sólo iríamos nosotros en representación de la escuela.
Un rato más tarde estábamos entrando a la Iglesia con la intención de hacernos ver un instante y luego salir a recorrer la ciudad.
Pero nos esperaba una sorpresa, apenas entramos nos encontramos con la mirada sonriente del Director y su esposa. Para colmo estaban ubicados en un asiento donde quedaba bastante lugar para nosotros. Don Luis nos llamó con una seña y allí, a su lado, nos sentamos. Creo que éramos cuatro, ninguno de nosotros había estado jamás en una misa y nuestras visitas a la Iglesia se habían limitado a bautismos o casamientos, en los cuales habíamos permanecido atrás y con la mirada atenta a la puerta, por si comenzaban a rezar, tema totalmente desconocido.
No recuerdo los detalles menores, sólo ha quedado grabado en mi memoria la maravillosa voz del hombre que cantaba allí, a un costado de los asientos. Tenía una tienda de ropa en el centro y tuve oportunidad de escucharlo nuevamente, algunos años después, en una misa de cuerpo presente a la madre de un amigo. Salvo ese valioso detalle artístico, el resto fue para nosotros un sufrimiento. Hacíamos y simulábamos decir todo lo que el Director hacía o decía, mirándolo de reojo y transpirando.
Cuando la misa terminó, el tiempo que pensábamos disfrutar en libertad había caducado y apenas nos alcanzaba para llegar a almorzar.
- No se demoren que los van a dejar sin almuerzo - nos recordó Don Luis al salir.

Más adelante perfeccionamos la excusa y junto a Pablo "recordamos" que, en nuestra ciudad, antes de decidir el ingreso a esa escuela, estábamos estudiando dactilografía. Nos autorizaron a concurrir a esas clases todos los días, dos horas por la tarde. Por supuesto, esas dos horas las pasábamos en casa de mi tía tomando mate o recorriendo la ciudad, mirando las chicas y a veces las vidrieras.
Una tarde, mientras estábamos en horas de estudio, entró la Señorita Portentoso, secretaria de la Dirección y nos dijo que el Director quería vernos. Pablo y yo nos miramos y salimos en silencio, pero con un mal presentimiento. Al llegar frente al Director, éste nos dijo que tenían que llenar unas extensas planillas y necesitaban nuestra ayuda. La secretaria nos indicaría qué debíamos hacer. Dicho esto se retiró sin esperar nuestra aprobación.
Nos sentaron a cada uno frente a una máquina de escribir y nos pusieron una pila de hojas y unos cuadernos con nombres y datos que debíamos pasar en limpio. La secretaria también se fue. Media hora más tarde, cuando regresó, sólo habíamos escrito cuatro o cinco renglones plagados de errores. Se fue a hablar con el Director y momentos después volvió diciendo que dejáramos eso, que lo iba a hacer ella después de hora. Milagrosamente nuestro permiso para salir "a máquina" se mantuvo, incólume, hasta el final del ciclo escolar.

Un día lunes, en las primeras semanas de estar internado, junto a un compañero llamado Britos, concurrimos al Hospital por alguna dolencia real o imaginaria que hoy no recuerdo. Nos dejaron ir solos llevando un gran cuaderno de tapas de madera terciada donde el médico debía anotar el diagnóstico y las indicaciones a seguir. El Hospital quedaba en el Barrio Norte, algunas cuadras pasando la vía. Cuando salimos vimos que el doctor había recomendado cinco días de "reposo rel.", es decir, reposo relativo, sin hacer grandes esfuerzos. Eso sólo nos salvaba de Educación Física. Con una lapicera reformamos la abreviatura (rel.) transformándola en "abs", (absoluto) No fue difícil, los médicos de antes escribían igual que los de hoy.
Dada la gravedad de nuestras enfermedades, nos mandaron directamente a acostarnos. El amplio pabellón estaba a nuestra disposición y lo primero en que pensamos fue en dormir todo lo que nos impedía esa fastidiosa costumbre de madrugar. Pero un rato más tarde el sueño se nos pasó, los temas para charlar entre los dos se agotaron y comenzamos a aburrirnos. Nos trajeron el almuerzo, dormimos una corta siesta y otra vez empezamos a inquietarnos. Recién era el lunes a la tarde, y teníamos que estar allí, en cama, hasta el viernes. Habíamos caído en nuestra propia trampa y no había salida posible. Para el martes ya estábamos desesperados y no sabíamos en qué entretenernos. Para colmo el celador entraba a cada rato a ver si necesitábamos algo y no debía pescarnos fuera de la cama. Pasar esa semana fue realmente un martirio. Por la ventana mirábamos con envidia a nuestros compañeros jugando al básquet o al football en el patio.
En los pabellones no se podían tener alimentos, estaba prohibido y era una falta sancionable. De todos modos la mayoría de los internados regresaba de sus salidas con masitas caseras, tortas y hasta fiambres. Para el viernes todas esas reservas habían sido revisadas, saqueadas y muchas de ellas confiscadas (y comidas) totalmente por bocas anónimas.
- Celador, a mí me han revisado el bolso y me faltan algunas cosas - se quejó uno.
- Mientras no haya sido comida... - le anticipó el celador Juárez con tono serio.
Fue la única queja. Por nuestra parte creo que en esos cinco días en cama aumentamos un kilo diario y aprendimos a calcular mejor nuestras travesuras.

Jorge Cafrune llegaba a cantar a Huinca Renancó. Se presentaría en el Cine Club Pacífico. Yo ya era admirador de ese gran cantor y guitarrero que fue el "turco" Cafrune, en ese momento en su apogeo, y en cuanto supe que estaba alojado en el hotel Colón, frente a la estación de ferrocarril, decidí ir a verlo. Cuando llegué allí me encontré con la Señora de Nieto. Esta señora era nuestra profesora de música. Había ido allí con el mismo fin, acompañada de algunos alumnos de otro curso.
Cafrune estaba sentado en el bar del hotel, vestido de gaucho como siempre se lo vio. En la puerta, estacionada, estaba su reluciente cupé Mercedes Benz Pagoda de color blanco, uno de los diseños más logrados de esa marca. Entramos todos y la profesora, luego de presentarse, habló un rato con él. Nosotros, llegado el momento, sólo nos animamos a preguntarle si nos firmaba un autógrafo. Por supuesto, accedió y todos nos llevamos nuestro recuerdo, lamentablemente para mí, hoy extraviado para siempre.
Esa noche el cine Pacífico estaba repleto. Mientras se esperaba el inicio del espectáculo, por los parlantes se pasaba incansablemente el último - y en ese momento, tan cercano a su consagración en Cosquín, seguramente el único - disco long play de Cafrune.
Comenzó el espectáculo con la presentación del Soldado Chamamé, ahijado artístico de Jorge Cafrune. En ese momento este artista tenía sólo dieciocho años de edad y era un total desconocido.
Algunos de los espectadores silbaron y, amparados por la oscuridad, reclamaron:
- ¡Ehhhhh! ¡Que venga Carfune!
- Ya va a venir, ya va a venir - dijo educadamente el Soldado y siguió con su rutina cómica, mucho más elaborada que algunas presentaciones televisivas que después le conocí.
Terminó el Soldado, saludó, se fue y por los parlantes recomenzó el disco de Carrune.
Momentos después, anunciado por algún funcionario del cine, guitarra en mano, entró Jorge Cafrune y se sentó en una silla. El silencio era absoluto. Cafrune empezó a rasguear la guitarra y a cantar "Zamba de mi esperanza", tema que lo había llevado al éxito en Cosquín.
Aquí cabe aclarar que Cafrune, como algunos otros solistas de folklore, tanto en sus presentaciones como en sus grabaciones, se acompañaba sólo de su guitarra. Es decir que, la música que se estaba escuchando en vivo era exactamente igual a la que esa misma noche, en la última hora, todos habíamos escuchado al menos una decena de veces.
A pesar de la calidad indiscutida de ese músico con mayúscula, el público empezó a aburrirse y a hablar entre sí. De pronto, uno que estaba cerca del fondo estornudó ruidosamente. Otro, que estaba en uno de los palcos, más cercano al escenario le contestó gritando:
- Salud.
- Gracias - dijo el que había estornudado.
- De nada - replicó el primero.
Todos comenzaron a reír. Cafrune dejó de tocar y de cantar, se puso de pie, mirando al público, se inclinó levemente, dijo:
- Muchas gracias.
Y se fue del escenario.
Antes de que comenzaran los murmullos y las acusaciones mutuas, el director de mi escuela, Don Luis Seco, que estaba en uno de los palcos de la derecha, se puso de pie, tomó la palabra en tono alto y bien audible, y dijo algo así:
 - ¡Me parece muy bien que el señor Cafrune se haya levantado! ¡Es una vergüenza que esta ciudad no pueda escuchar a un artista de este nivel sin dejar en evidencia la poca cultura... etcétera!
Él, personalmente, después de haber dejado el auditorio en completo y vergonzoso silencio, subió al escenario y fue hasta los camarines a hablar con Cafrune. Un momento después regresó anunciando en un tono natural, que dado el silencio, pudo escucharse en toda la sala:
- El señor Cafrune va a continuar con su presentación.
El aplauso fue estruendoso y una sonrisa de alivio se dibujó en todos los rostros. Nosotros, los alumnos de la Escuela del Trabajo que estábamos allí, nos sentíamos orgullosos, y en cierto modo partícipes, de esa oportuna intervención de nuestro director. Es sorprendente, pero una persona a la que supuestamente hasta entonces rechazábamos por ser la autoridad máxima de nuestro martirio y condena, (léase educación) se había convertido en minutos en un héroe local, digno de mención y elogio. 
Cafrune y su guitarra volvieron al escenario y nos regalaron a todos (o al menos a mí que lo admiraba profundamente) un recuerdo imborrable de su arte.

Un poco más de Turismo Carretera relacionado ahora con el internado. Por tratarse de un colegio de carácter técnico la mayoría de los alumnos éramos lo que entonces se conocía como "tuercas". Aficionados a las carreras de autos a las que seguíamos por revistas y programas radiales con verdadera pasión. Hasta el año anterior las hinchadas habían estado divididas en dos grandes grupos: "fordistas" y "chevroletistas", con una pequeña minoría repartida entre Dodge y algún solitario Rámbler de la fábrica Ika. Pero ese año, justamente de esta ultima fábrica, apareció el Torino en la línea de largada y con él una nueva división a la que se volcaron miles de seguidores. Copello, Gradassi y Ternengo habían ganado la primera carrera del año sorprendiendo a todos y parecían ser imbatibles. Yo, hasta ese momento, era hincha del Chevrolet y sus pilotos: José Manzano, Juan Manuel Bordeu, Carlos Pairetti y otros nombres que hicieron historia. En realidad admiraba también en silencio a algunos grandes pilotos de Ford como Oscar Cabalén, Dante Emiliozzí y Nasif Estefano. Pero cuando mi padre apareció en la escuela, un sábado a la mañana, en un reluciente Torino blanco, olvidé totalmente mis anteriores simpatías y me "vendí" a la nueva marca. Por suerte no me defraudaron y durante ese año le amargaron la vida a miles de fanáticos que llevaban muchos años de devoción al V8 o al siete bancadas.

Por citar algunas cosas relacionadas con el estudio recuerdo que en la materia Tecnología, entre los instrumentos de medición nos enseñaron el uso del Manómetro, el Termómetro, el Velocímetro, etc. Todas palabras en las que el sufijo "metro" significa medir o medida. Nosotros inventamos algunos instrumentos que quedaron en la escuela para las generaciones venideras: El Castigómetro era una tripa de velocímetro que se usaba, como su nombre lo indica, para castigar a algún compañero rebelde en convidar un alfajor. Si la rebeldía persistía se lo podía amenazar con el "Pinchómetro", que consistía en un hierro afilado, cuya empuñadura era un perno de pistón. Éste último instrumento tenía la peculiaridad de que, al ser calentado en la estufa, se transformaba en "Quemómetro", más peligroso y doloroso que aquél. En realidad esas cosas las ideábamos para reírnos de la materia, no éramos tan bárbaros como para ensartar a un compañero.
Por citar alguna de las travesuras que hacíamos recordaré algo sucedido en la clase de dibujo técnico. Esa materia la daban compartida entre el director de la escuela, Don Luis Seco, y el vice director, Don Raúl Ochoa.
La tarde citada debíamos dibujar para una nota, un elemento visto desde las tres dimensiones: de frente, de costado y de arriba. Uno de los de mi grupo al que llamaré Pablo, no entendía bien cómo era aquello. Yo trataba de explicarle pero el tiempo que le dedicara me faltaría para terminar mi trabajo. En eso estaba cuando observé que en la fila de tableros que tenía adelante estaba Dante Nicoletti, uno de los mejores alumnos del curso. Una vez planeada la operación, esperamos a que Nicoletti terminara su trabajo, lo que dado su adhesión al estudio, fue mucho antes de finalizar el plazo. El profesor Ochoa iba y venía hasta y desde la dirección. Como nos había dejado bastante trabajo, muy pocos hablaban y sólo lo necesario. Cuando calculamos que era el momento, uno de nosotros llamó y entretuvo con algunas preguntas a Nicoletti. Mientras tanto Pablo, en una operación relámpago, le cambiaba dibujo por dibujo en el tablero. Apenas tuvo el dibujo "bueno" en sus manos le puso su nombre y lo clavó con chinches en su tablero. El dibujo que quedó en el tablero de Nicoletti no tenía nombre, apenas estaba comenzado y por alguien que no entendía el tema. Por supuesto que algunos de los que estaban allí cerca lo habían visto cambiar los dibujos, pero allí regía la ley de la mafia: "en boca cerrada siempre permanece la misma cantidad de dientes."
Nicoletti iba y venía tranquilo, ya había terminado su dibujo y ayudaba a otros a hacer los suyos. Hasta que se dio cuenta.
- ¡Mi dibujo! ¿Dónde está mi dibujo? - exclamó.
- ¡Callate gordo, no nos entretengás con tus pavadas que tenemos que terminar esto! - le contestamos sin levantar la cabeza.
- ¡Me cambiaron el dibujo! - dijo Nicoletti a modo de explicación y comenzando a desesperarse.
- ¡Qué te van a cambia el dibujo! ¡No te hagás el pelotudo! ¡Ése es tu dibujo, dale, terminalo que se te va a acabar el tiempo! - le decíamos nosotros.
Se recorrió todos los tableros buscando algún detalle. Por supuesto que al llegar a nuestro grupo fue rechazado violentamente. Lo único que faltaba era que desconfiara de nosotros.
Resignado y más que todo convencido por las amenazas, no denunció el hecho y trató de terminar el dibujo que le habían dejado, pero los errores que tenía demandaban mucho tiempo y terminó entregándolo a medias.
En la próxima clase nos entregaron los trabajos corregidos. Aunque parezca increíble, Nicoletti, en su dibujo inicial, se había equivocado en algo importante y Pablo, con su trabajo, sólo obtuvo un cinco. Estaba furioso y no sabía cómo desquitarse.
- ¡Qué gordo ignorante! ¡Cómo se va a equivocar así! ¡Andá y pegale una trompada para que otra vez no sea tan pavo! - le aconsejé, con muy justo criterio.
Así fue. Pablo se le acercó a Nicoletti y le pegó una trompada en el músculo del brazo. Antes la mirada interrogante de Dante, le dijo:
- ¡Esto es para que otra vez aprendás a dibujar, gordo pelotudo! 

Debo recalcar que Nicoletti era un muchacho de un corazón inmenso. Jamás dudó en prestarnos algo, soplarnos en una prueba o ayudarnos en lo que fuera.
¡Perdoname, Dante,... éramos unos salvajes! ¡Me gustaría mucho volver a verte!

En invierno la estufa del aula era nuestra. La poníamos cerca de nuestro grupo y ni el profesor se animaba a moverla de allí. Esa mañana Pablo había estado calentando su Pinchómetro en la tenue llama del querosén. Como sabemos, ese instrumento al calentarse se transformaba en Quemómetro, con doble función. Con ese pincho caliente escribíamos nuestros nombres en los bancos y en las reglas plásticas que encontrábamos a mano.
- Mirale las orejas a Bravo... - le dije en voz baja, juro que sin ninguna intención.
El nombrado Bravo, sentado en la otra orilla del aula, acababa de cortarse el pelo y las orejas, pálidas y desamparadas, le resaltaban como un desafío. Si hubiéramos estado detrás de él y hubiéramos tenido un elástico de farmacia, el chiste hubiera sido otro. Pero Pablo tenía su propia musa inspiradora y nunca necesitó que se le insinuara nada. Levantó la mano, pidió permiso a la profesora, que estaba leyendo algo, y fue a sentarse detrás de Bravo. Acto seguido, de afuera hacia dentro, le tocó la oreja con el hierro que unos segundos antes tenía sobre el mechero de la estufa. El resto del grupo estábamos sentados en el otro extremo del aula, a unos cinco metros. Desde allí se escuchó el sssshhhh que hizo la oreja. Según Bravo, no le dolió. Debe haber sido así porque sólo se sacudió la oreja y limitó su queja a un susurrado recuerdo hacia la madre de Pablo.

Otros "chistes" comunes y que, como otros, ya estaban en la escuela antes de nuestra llegada, eran los que se hacían con el ejercicio de limado. Paso a explicar: de una gruesa planchuela, cada uno de los alumnos debía cortar un trozo de siete u ocho centímetros. Después, poniéndolo en la morsa, con la lima, debíamos dejarlo perfectamente liso y con todos sus lados paralelos y a 90 grados. No era nada fácil, las limas estaban gastadas y los brazos se nos acalambraban a los pocos minutos. Para colmo había "algunos" chistosos que, aprovechando un descuido, le pasaban la mano engrasada al hierro y la lima no agarraba más. También podía pasar que a uno le pidieran el hierro y lo dejaran caer contra el duro piso de cemento. Cuando una esquina se mochaba había que limar hasta que la cara quedara otra vez completa, es decir, un milímetro o más. Algunos, al finalizar el ejercicio, tenían un hierrito de cinco centímetro de largo: habían tenido que limar más de dos centímetros.
Pero eso sí: todos aprendimos a limar parejito y aprovechando todo el largo de la lima.
En el taller de electricidad los chistes, obviamente, eran electrizantes. Se ponían sobre el banco una serie de herramientas, todas metálicas y tocándose entre sí. En una punta se conectaba un cable con 220 volts. (Había varios que se conectaban al tablero, para los ejercicios.) Luego se le pedía a un compañero que le alcanzara alguna de las herramientas que había en el otro extremo.
Todas esas "gracias", como dije, ya estaban incorporadas a cada taller y eran renovadas de año en año para ser aplicadas con los novatos que entraban. Reconozco que al llegar caímos en algunas, que no todas han de ser flores.
Recordé ahora un ejemplo negativo que me tocó vivir en carne propia. En el picnic de Día del Estudiante, en el predio de La Rural, se organizó una cinchada. Nos dividimos en dos grupos de igual cantidad de alumnos y tomamos una gruesa y larga soga, listos a tirar. Yo estaba último, la soga era larga y sobraba un buen trozo. Se me ocurrió que estando atado a la soga por la cintura me sería más fácil aprovechar todas mis fuerzas. Me di varias vueltas alrededor y terminé con un buen nudo. Comenzamos a tirar, los dos grupos se alternaban en arrastrar uno o dos metros a los otros. De pronto llegó el Celador con un gran balde de agua y lo derramó entre los dos grupos. Al ver el charco, mis compañeros de adelante se asustaron y uno a uno empezaron a abandonar la soga, dejando cada vez menos participantes en mi sector. Como dije, yo estaba atado en el final de la soga. Cuando todos escaparon, los otros me arrastraron hacia el barro. Al llegar al charco, luchando solo y desesperado contra el grupo adversario, resbalé, caí, y pasé por el barro acostado boca abajo. Por suerte nuestro picnic era sólo para varones y ese lastimoso percance no trascendió más allá del alambrado de la escuela.
Además de los talleres de Motores y Electricidad estaban: Herrería, Carpintería y Mecánica. (Tornería.) Por todos pasamos y en todos encontramos chistes adecuados, creados a lo largo de los años por nuestros antecesores. Aplicando nuestra creatividad enriquecimos algunos que tal vez sigan aplicándose a los novatos actuales.

De mi paso por esa escuela, hoy llamada Instituto Tecnológico Carlos Pellegrini, recuerdo mucho al Maestro Valle. Valle era - junto a Marinangeli - maestro del taller de Motores. Era un hombre alto y pelado, muy serio y con un conocimiento muy grande sobre cualquier tema. Sabía mucho y lamento sinceramente haberlo desperdiciado, pero su carácter hosco nos alejaba y si bien nos hacía respetarlo más que al director, nos impedía ser sus amigos.
El jefe de Talleres era el flaco Manonelli. Era muy buen tipo y nosotros lo tuteábamos, en ese entonces señal de mucha confianza. Supe hace unos años que falleció en un accidente cerca de Monte Buey, donde vivía.
Ya he nombrado al director, Don Luis Seco y al vicedirector Raúl Ochoa. Del sector Internado recuerdo a los celadores Ábrego, Mancilla y Juárez y al jefe del Internado, "El Negro" Godoy.
Ábrego era el más serio y también el más recto. Mansilla también era serio, pero era buenísimo y nos daba permiso para lo que quisiéramos. Juárez era el más joven y en esos momentos lo definiríamos como un loco de la guerra, era el más divertido y también el único que llegó a ser nuestro amigo y compinche en algunas diabluras mayores que no incluyo en este escrito. Le gustaba mucho la cacería y se hizo muy amigo de mi padre. Si no me han informado mal, falleció hace unos años en un accidente con un camión.

En las noches cálidas de principio o fin de curso, debíamos cenar cuidándonos de no comernos una Juanita. Las Juanitas son unos insectos muy olorosos similares en tamaño y forma a una vinchuca. Yo no los conocía pero con el tiempo llegaron también a Mendoza. Durante algunos años fue común su aparición nocturna y el desastre que ocasionaban cuando, sin pedir permiso, se metían bajo la ropa, casi siempre por el cuello de la camisa. Allí, en el comedor de la escuela, atraídas por la luz, entraban por las ventanas y caían sobre nuestras cabezas, el piso o el plato de sopa. Era una plaga merecedora de haber formado parte de las famosas siete de Egipto. Nuestro entretenimiento era caminar por el pasillo que quedaba entre las mesas, pisándolas. El olor que despedían era insoportable también para nosotros, pero al menos nos entreteníamos y contribuíamos a exterminarlas. Cuando habíamos pisado una cantidad considerable, le gritábamos al celador:
- ¡Celador, haga algo, no se aguanta el olor a Juanita!
(Una noche, dos de mis compañeros, pescados in fraganti en pleno pisoteo, fueron obligados a baldear todo el comedor hasta después de la medianoche.)
En el comedor teníamos una radio, un aparato grande, de esos a válvula que hoy buscan los coleccionistas. Estaba ubicada en la primera mesa, donde se sentaban los celadores y algunos de los más acomodados. A veces, cuando los celadores no estaban, desalojábamos a los acomodados y ocupábamos ese lugar con el mejor de los argumentos: nuestro mayor tamaño. Nos adueñábamos de la radio. Durante el postre, cuando pasaban algún tema de moda, todos empezaban a pedir:
- ¡Más fuerte... más fuerte!
Instantáneamente, nosotros bajábamos el volumen y les contestábamos:
- A ver, ¿quién va a pagar con una naranja, un cigarrillo o alguna otra cosa para que levantemos el volumen?
Siempre había algún adicto a la música que pagaba el tributo.

El peluquero era Belmartino. Nuestro grupo no se llevaba bien con las normas que regulaban el largo del cabello. Por ese motivo éramos constantemente reprendidos y amenazados por celadores y profesores. Vivíamos con la cabeza empapada de agua o engominada intentando disimular lo evidente. De todos modos los retos por ese tema continuaban. Un día el agua colmó la copa y nosotros, el grupo de los mendocinos, decidimos dar un ejemplo y una clara señal de repudio a lo que interpretábamos un injusto ataque a nuestras libertades individuales. (En realidad lo era.) El peluquero de la escuela cortaba gratis en el saloncito donde estaba la mesa del ping pong. Comenzamos a pasar de uno en uno. Primero entró Paco Pardo. Salió pelado a cero. Entró "El Negro" Lecuona. Salió también pelado. Entró Blas Ugalde. Salió pelado. Entró Pablo, con el mismo resultado. Entró Alexis Ferreira y ya faltaba uno o dos para que me tocara a mí, cuando llegó el celador. Se puso como loco y detuvo inmediatamente (y por suerte para mí) al peluquero. Éste alegaba, con razón, que ignoraba que esa orden de pelarse no viniera de parte de los superiores de la escuela, como le había sido dicho por todos los que se habían sentado en su sillón.
La reprimenda fue terrible y para pelados y peludos. El Director, ante todo el alumnado formado en la cancha de básquet, dijo que la gente del pueblo iba a pensar que ellos, los superiores, les habían obligado a cortarse así. No se equivocaba y eso era justamente lo que nos proponíamos lograr como escarmiento. En esos años, en toda casa donde hubiera un adolescente se peleaba por el largo del cabello.
Finalmente se decidió que todos los pelados tenían suspendidas las salidas hasta que les creciera el pelo. De esa me salvé por haberme puesto entre los últimos de la cola. De haber llegado mi turno, con todo el dolor del alma, por fidelidad, hubiera integrado el grupo que a partir de ese momento se llamó "de los pelados".

Se acercaba el 25 de mayo y ese día desfilaríamos alrededor de la plaza. En esos desfiles la Escuela del Trabajo siempre se destacaba y generalmente era dejada para el cierre del desfile. Ensayábamos muchísimo y controlados rigurosamente por el profesor de Educación Física. Al frente, como en los desfiles militares, iba un bastonero haciendo malabares con su bastón. Ese lugar lo ocupaba el "Pescado" Siri. Tenía mucha habilidad en lo suyo y era muy aplaudido por el público. Siri era de Alvear Oeste, tenía una personalidad muy especial que lo hacía ver muy serio y hasta agresivo, pero quien llegaba a conocerlo bien, como amigo y compañero, descubría que adentro había un ser humano con muchos valores y principios bien definidos. El Pescado Siri murió hace pocos años de un sorpresivo infarto, después de haber visto un partido de football por televisión, en casa de su madre. No había llegado a cumplir cincuenta años.
Pero ese 25 de mayo del que hablaba, fue distinto. En el desfile, tal cual se esperaba y era tradición, fuimos los mejores y los más aplaudidos. Cuando ese espectáculo terminó, nos mezclamos entre la gente, buscando algunos a sus parientes, otros a sus amigos.
La plaza estaba repleta y habían instalado algunos puestos de venta de gaseosas y comidas. Allí, cerca del palco donde habían estado las autoridades, me encontré con Alberto Romanchuck, mi compañero. Estaba acompañado de dos chicas y se apresuró a llamarme. Una de ellas, muy bonita, me miraba mucho y siempre sonreía. Yo la miraba y también sonreía. Ella me miraba más y sonreía todavía más. En resumen: dos o tres días después éramos novios.
No he citado algunas otras historias anteriores referidas al siempre presente tema del amor, todas ellas frenadas en un simple tomarse las manos, por carecer de la importancia que llegó a tener para mí esta relación. Pero, del mismo modo que una nueva etapa comenzaba en mi vida adolescente, ya que era la primera vez que tomaba en serio la cercanía de una muchacha de catorce años, estaba saliendo, al menos aparentemente, de los restos de mi niñez. Y digo aparentemente porque creo que nunca se termina de ser un poco niño. Hoy, con más de cincuenta años en la espalda, cada vez que juego con mi hija, cada vez que a su lado me río con El Chavo o con alguno de los dibujos animados, o cada vez que recuerdo algunas de estas cosas que he relatado, vuelvo a ser aquel niño peinado con raya al costado que alguna vez entró a la Escuela Capital Federal en busca de las primeras letras. Y descubro que, a pesar de haber vivido mucho, no he aprendido nada y sigo caminando instintivamente, con los bolsillos rotos de tanto llevar las mismas grandes preguntas. También encuentro que con los años me emociono más, mucho más que en ninguna época de mi vida. Con la diferencia de que ahora no me importa decirlo ni secarme los ojos cuando algo me llega al corazón.

Son las mismas letras, Señorita Velia, las mismas que Usted me enseñó en el año 1955, ¿se acuerda? Yo sé que sí. Las mismas letras que, ordenadas por mi memoria, me han permitido recopilar este conjunto de relatos comentados que hoy, en forma de un libro, lanzo a volar.
Es común intentar encontrar mensajes o enseñanzas en todo tipo de escrito autobiográfico. No es mi caso, mis opiniones nunca pretendieron ser un ejemplo ni una enseñanza. Ninguna vida se parece a otra y las condiciones en que se vive han cambiado tanto que seguramente muy poco puede coincidir o aplicarse a la realidad actual. De lo leído sólo te aconsejo: toma lo que creas bueno y desecha lo que consideres sin valor. Si después de leer, ves que te ha quedado tan sólo una sonrisa triste en el rostro, no te extrañes. Es la misma triste sonrisa que todos tenemos cuando tomamos conciencia de que nunca más volveremos a ser niños. Nunca más... nunca más, realmente nunca más. Sécate los ojos y consuélate en pensar que otros ni siquiera tuvieron esa suerte. Ya sea porque se fueron antes, o porque pasaron su niñez en una guerra, o les tocó nacer en esos países en donde el hambre se ha hecho costumbre y ser niño es sinónimo de sufrimiento. Y mañana, cuando los años se te hayan trepado a los hombros y te hayan quitado o blanqueado más de la mitad de tus cabellos, si tienes tiempo, haz lo mismo que yo: escribe tus recuerdos. Aunque sea en un simple cuaderno destinado a tus nietos. No serán seguramente comparables a los de algunos personajes famosos que dejaron su autobiografía - la mayoría convenientemente lavada. No es necesario que lo sean, son tus recuerdos. Tampoco se parecerán a los míos, inocentes y salvajes. Pero serán únicos e irrepetibles. Y tus descendientes, aun los más lejanos, te lo agradecerán. Después de todo, junto a ellos, esos recuerdos escritos serán la única prueba de que alguna vez estuviste aquí._

Rubén Antolín Heredia
Septiembre del 2006