sábado, 14 de mayo de 2011

pag. 62 a 73


Pero estábamos saliendo del cine, presagiando la película que veríamos el domingo siguiente y comentando entusiasmados la que acabábamos de ver por segunda vez. Dije por segunda vez porque estábamos allí, en el cine, desde las dos y media de la tarde. Habíamos visto la que nos gustaba, del tren y los indios, luego la de amor y toda cantada, con Doris Day, y finalmente otra vez la del tren. Entre una y otra veíamos las colillas de las que pasarían el próximo domingo. Éstas que vendrían parecían ser todavía mejores. Una era del fondo del mar. Un viejo barbudo había construido, él solo, un submarino grandísimo que peleaba contra un calamar gigante. Seguro que esa iba a estar buenísima. La otra era de espadachines. Había uno que peleaba solo contra seis tipos, apagaba las velas con la espada y cuando ya lo tenían mal, contra la ventana del castillo, cortaba la soga que sostenía la araña de luces que caía del techo y los mataba a todos. Esa también sería re buena y no la perderíamos por nada del mundo.
A pocos metros de caminar, pasábamos por la confitería y heladería Ros Mary, pero para esas alturas las monedas que llevábamos habían quedado en el kiosco de Razquin. Pasando la calle Ingeniero Lange, en la esquina había un gran baldío cerrado y algo más allá, a media cuadra, la confitería La Polonia, donde se juntaban los abuelos de veinte años o más. En primavera y verano las mesas estaban sobre la vereda. Algunos de estos ancianos hasta estaban con chicas (¡Eran unos pícaros éstos!) El que atendía era un italiano petisito y muy bueno al que llamaban Luiggi. A él también solíamos comprarle helados. Pero esta vez pasábamos de largo. Era domingo, estaba oscureciendo y, como sigue y seguirá ocurriendo, todavía nos quedaban algunos deberes de la escuela sin terminar.
En la cuadra siguiente parábamos un momento a ver los discos nuevos que había traído Don D'Origone. En el negocio lindante, disimulábamos las ganas que sentíamos de meternos por el vidrio a comernos las masas finas de la Confitería Farrero, y seguíamos. Antes de llegar a la próxima esquina, sobre la calle Patricias Mendocinas, ya comenzábamos a ver las bicicletas estacionadas sosteniéndose con el pedal en el cordón de la vereda o apoyadas contra los árboles. Sobre la vereda varios hombres escuchaban atentamente la voz que salía de un pequeño parlante ubicado allá arriba, en un poste, justo enfrente de la Tienda Blanco y Negro: Era la Radiodifusora. El que hablaba era Raúl Moreno Alcántara, un joven locutor local que estaba pasando los resultados del fútbol de toda la zona. Por eso allí había gente de Jaime Prats que estaba escuchando cómo había salido el partido de Bowen, y había otros de Real del Padre que querían saber qué había pasado en Carmensa. Algunos que habían llegado en poderosas motos Gilera 150 o en más modestas Puma 98 se paseaban por las cercanías, mirando las vidrieras con el casco puesto, pero eso sí, con las orejeras levantadas, para poder oír bien la música y la información de la radiodifusora.
El dueño de esa Radiodifusora (nombrado como Raúl Moreno Alcántara) en realidad se llamaba Adolfo Sanchez y hoy es el titular de la empresa local de televisión por cable. (Tevecoa)
Sigamos caminando. Pasábamos por el Gran Hotel, también con mesas en la vereda, ocupadas todas con gente muy mayor. Dábamos un vistazo a las vidrieras de Casa Velasco y cruzábamos la calle Belgrano. En la esquina estaba la librería de Pablito Martín y al lado la eterna Farmacia Alvear. Pocos metros más allá, la heladería Pinocho, con su Fonola a monedas, cargada con temas de moda: Palito Ortega, Leo Dan y otros que he nombrado anteriormente. De esos aparatos, que contenían en su interior y a la vista, pequeños discos de 33 o 45 r.p.m., había otro en la Terminal de Ómnibus, en el bar de Hugo Ereñú, pero aquél estaba cargado con temas de folklore y tango: Hilario Cuadros, D' Arienzo, Gardel, etc.
Más allá no había mucho para ver, llegábamos a Tiendas Gálver, por costumbre mirábamos las vidrieras llenas de ropa que no nos interesaba, y doblábamos por la Avenida Libertador Norte hacia nuestra casa, a siete cuadras de allí.
Esa noche soñábamos con ese tren desbocado y nos despertábamos pensando de qué modo lo íbamos a recrear en nuestros juegos.
Como íbamos a la escuela en el turno tarde, después de desayunar ya estábamos listos para jugar. Y ahí aparecían las primeras discusiones, si en esa película los indios habían sido muy malos, nadie quería ser indio. Así que a veces, para quedarnos conformes sin pelear, todos éramos el muchacho bueno y peleábamos contra indios imaginarios. No errábamos un golpe.

Antes de ir a otra cosa recordaré que por algún tiempo, en las épocas de primavera y verano, en General Alvear aparecían cines al aire libre. Con aspecto improvisado constituían básicamente: una pantalla, una o dos centenas de sillas ordenadas y una plataforma donde se ubicaban los proyectores. Yo alcancé a conocer el que estaba en la tercera cuadra de la Avenida Alvear Oeste, en el lado norte, donde hoy hay una playa de estacionamiento, pasando la tradicional joyería Casado. Y otro que estaba junto al salón Babilonia, sobre una cancha de básquet. En ese mismo lugar también pude concurrir a festivales de boxeo. Detrás del matadero y con otras ventajas adjuntas, años después, hubo un auto-cine como los que se solían ver en las películas de entonces. Aunque confieso que el nuestro tenía más pichanas, rosetas y médano que aquellos.
Por supuesto, en Alvear Oeste y en Bowen también había cines en salones específicos, como los nombrados Alvear y España. A veces en alguno de ellos daban una película renombrada que en el centro, por alguna razón, no habían pasado, y viajábamos en colectivo a verla. Había un colectivo, el último de la jornada, que esperaba la salida de esas funciones y se denominaba vulgarmente "el colectivo del cine". Al de Oeste recuerdo haber ido especialmente a ver "Django", una película italiana de cowboys. ¡Qué bárbaro este Franco Nero! ¡Con todos los dedos de las manos quebrados a culatazos se las rebuscó para matar a quince tipos con un solo revólver de seis balas! Después vino la chica, le envolvió las manos en unos trapos viejos y se le curaron como para abrazarla. Milagros del mundo del celuloide...

Pero no salgamos aún del cine. Acabo de recordar que al menos durante los primeros años de mi niñez, imaginé que en Buenos Aires todos los edificios y la gente eran de distintas tonalidades de grises. Es decir, lo imaginaba todo en blanco y negro, porque es así como lo veía en "Sucesos Argentinos". Así se llamaba el noticiero que se pasaba en el cine, antes de las películas. Allí, al comenzar, aparecía un jinete haciendo parar su caballo en dos patas y luego veíamos todo los hechos importantes que habían ocurrido en las últimas semanas en nuestra capital y a veces en el mundo. Los barcos del puerto, el mar, el obelisco, las plazas y hasta las flores, todo era en distintos tonos de gris. La mayoría de los hombres vestía de traje, corbata y sombrero, como todavía podemos ver en las películas de Gardel o Chaplin. Y las mujeres jóvenes, trajecitos con polleras ajustadas hasta debajo de la rodilla, y sombrero. Todos caminaban apurados y se saludaban del mismo modo, tomándose las manos y sacudiéndose enérgicamente. La voz del locutor, grabada como otras tantas en mi memoria, aún puede escucharse en las películas documentales que, con filmaciones de esos noticieros, se han hecho sobre la historia de la Argentina. El noventa por ciento de las películas nacionales eran en blanco y negro y muchas europeas también lo eran. De los artistas extranjeros que entonces veíamos en blanco y negro recuerdo a Alain Delón, Catherine Deneuve, Jean Paul Belmondo, Charles Aznavour (que después triunfó como cantor), Catherine Spak, Virna Lissi, Sofía Loren, Marcello Mastroiani, Silvana Mangano, otros que olvido y muchos que no alcanzaron a pasar al Technicolor.

Cambiemos de tema. En los comienzos de este texto relaté cuando falleció mi abuela materna. Mi abuelo Rafael quedó solo, en su casa, dedicado a su finca a la que, ya dije, no dejó un metro sin trabajar. Nosotros, los niños de la familia, ya nos estábamos acostumbrando a esa situación y habíamos ampliado nuestro radio de acción a esa casa que quedaba sola de a ratos, cuando el abuelo andaba por el fondo de la finca. Entonces fue cuando una noticia anunciada en la mesa de la cena por mi padre, nos paralizó: el abuelo se casaba de nuevo. Sí, señor, se casaba otra vez, como en las películas. Eso sí que era algo que nunca habíamos imaginado. La nueva esposa, Doña Francisca, una mujer buenísima, era la madre de un señor que ha quedado en el recuerdo de todo el departamento como un ejemplo de bondad y servicio: Don Amador Martos. Esta señora también era hermana de la señora de Gabriel Carrillo, nombrado anteriormente, y de la madre de Patricio Sánchez, otro conocido vecino, amigo de mi padre desde la infancia. Es decir que, con un gran sector de gente conocida y ya amiga de nuestra familia empezamos a ser algo así como parientes lejanos que nos encontrábamos generalmente las tardes de domingo en casa de mi abuelo.
Para nosotros siempre fue "Doña Francisca". A pesar de ser todavía niños, por una razón de respeto, nunca pudimos decirle "abuela". Si hoy la tuviera enfrente se lo diría. Doña Francisca pasó veinte años ocupando ese lugar y acompañó a mi abuelo hasta el día de su muerte. Hoy ella también ha fallecido. Por mi intermedio y desde aquí va el mayor reconocimiento de los sobrevivientes de nuestra familia.

En el párrafo anterior nombré a Patricio Sánchez como un amigo de la infancia de mi padre y sus hermanos. Este señor tenía un almacén de ramos generales en la esquina sur de Avenida Libertador Norte y Roque Sáenz Peña. Aún hoy mucha gente, para referirse a ese lugar, dice "la esquina de Patricio Sanchez". Un día Patricio enfermó de depresión y comenzó a pensar en el suicidio. Con esa intención, tomó un revólver y salió en su camioneta Ford A. Se detuvo sobre la calle Patricias Mendocinas, frente a la cancha del Club Pacífico. Mi tío Joaquín, que vivía allí enfrente, reconoció el vehículo y creyendo que tenía algún problema mecánico, se acercó. 
- Me voy a matar - le anunció Patricio al verlo.
Mientras mi tío Joaquín trataba de disuadirlo, Patricio, con la intención de probar si el arma funcionaba correctamente, disparó hacia el paredón que rodea al club. Probablemente el estampido lo haya disuadido, al menos momentáneamente. Patricio, sin prometer nada, abandonó el lugar. Pocos días después, en los mismos momentos en que mi tío Joaquín nos estaba contando lo ocurrido a mi padre y a mí, Patricio estaba tomando una dosis letal de veneno para hormigas. Mi padre lo sintió mucho y, como suele suceder, se lamentó por no haber podido hablar antes con él. Experiencias personales posteriores me dicen hoy que no hubiera cambiado nada. Ese tipo de decisiones - cuando no están destinadas sólo a llamar la atención - suelen ser irreversibles. Vamos a otra cosa más alegre.

Un verano mi padre nos anunció que íbamos de vacaciones a Mar del Plata. Fue un suceso, al fin íbamos a conocer el famoso mar.
Salimos de madrugada, en la camioneta Baqueano, por la que luego sería la ruta 188, en ese entonces de tierra y paralela a la vía del ferrocarril. Mis padres iban adelante y nosotros tres atrás. ¡Qué manera de tragar tierra! Pisamos el asfalto recién en Realicó, a trescientos veinte kilómetros de Alvear. Y no fue para siempre, seguimos alternándolo con sectores de tierra, siempre costeando la vía del ferrocarril. Recuerdo que entrando en la provincia de Buenos Aires nos llamó la atención la gran cantidad de gaviotas y otros pájaros que seguían a los tractores que araban el campo. En ese entonces, para Héctor (11) y para mí, (12) eso debió de parecernos el paraíso, con toda esa cantidad de pájaros, tan mansitos, para cazar. Si hubiéramos podido elegir tal vez nos hubiéramos quedado a vivir allí, permanentemente tirando hondazos a las gaviotas y a los chimangos. Pero el mar nos estaba esperando.
Al atardecer llegamos a Tandil y allí paramos a dormir en un hotel. Creo que cuando nos bañamos tapamos el desagote del baño con la tierra que habíamos juntado.
Al mediodía siguiente llegamos a Mar del Plata, a casa de unos tíos que aún viven allí. Y conocimos el mar. Recuerdo que esa gran masa de agua entre gris y celeste me daba la impresión de estar algo más elevada a la distancia. (Aún me suele dar esa sensación.) Eso me hacía mirarlo con desconfianza. Por supuesto nos sacamos fotos sobre las estatuas de los leones de la Rambla, ya en ese entonces, única prueba irrefutable de haber estado en Mar del Plata; si no tenías esa foto, no habías estado allí. Nos bañamos, tragamos y escupimos el agua asquerosamente salada, cazamos con la mano algunos tiburoncitos adormecidos por el oleaje. Y tomamos sol... Aunque nosotros sólo pudimos tomar el que dejó mi papá. En los primeros dos días se quemó de tal modo que pasó el resto de las vacaciones apartándose la camisa de los hombros, sin piel y embadurnado con todas las recetas de entonces.
Al regreso, con la cara tostada, la nariz despellejada y llenos de recuerdos artesanales hechos de caracolitos pegados y alfajores regionales, éramos nosotros los que le contábamos al niño de los Lee y la Coca Cola, todo lo que habíamos visto y hecho en la playa.

Una mañana aparecieron en mi casa dos niños de nuestra edad. (De 11 a 13) Traían un cachorro de puma atado con una gruesa soga. Querían venderlo y alguien les había dicho que tal vez nosotros lo querríamos. Obviamente nos encantó la idea, pero supusimos que mi padre se iba a oponer. Le dijimos a los niños que le íbamos a preguntar a mi papá cuando llegara de la fábrica. Nos dejaron el pumita hasta la tarde, en que volverían a ver qué habíamos decidido. Un rato más tarde llegó mi padre a ver cuál era el pumita que había comprado. Los niños, en vez de esperar a la tarde, habían ido directamente a verlo a la fábrica diciéndole que nosotros habíamos comprado el puma y que debía pagarlo. Ante el hecho consumado, mi papá pagó. Nos ahorró los ruegos y Perico (que así se llamaba al llegar y así quedó bautizado, con ese nombre de loro) comenzó a integrar la familia.
Era un poco mayor que un gato, pero comida y tiempo mediante llegó a ser del tamaño de un perro grande, seguramente del máximo al que podría haber llegado en su vida natural. Perico peleaba con cualquier perro y jamás perdió una de esas peleas; al contrario, sus naturales adversarios le tenían terror. Recuerdo a un perro mediano que acababa de tomar agua y tuvo la mala idea de cruzar por encima del alambre donde corría su cadena. Perico lo estaba acechando agazapado, al calcular que estaba a su alcance, corrió y se lanzó como hacen los jugadores de Rugby. Lo tomó con todas sus fuerzas - que eran muchas - por la cintura y rodaron juntos por el suelo. Debido a la presión del abrazo, el perro abrió la boca y vomitó toda el agua que acababa de tomar. Sin embargo, Perico sólo quería jugar, nunca lastimó a ninguno, en cuanto empezaban a aullar, los soltaba y se les quedaba mirando con un gesto de superioridad.
En otra oportunidad la víctima fue un niño que solía venir a mi casa a lustrar zapatos. Al igual que el perro y otros, tampoco advirtió que estaba parado en un lugar donde el puma llegaba. Perico le saltó encima, lo abrazó fuertemente y abriendo bien la boca, le mordió la cabeza, aunque reitero, sin herirlo, ya que lo hacía por jugar, con la fuerza con que muerde un cachorro. Ese niño, hoy hombre, vive sobre la calle Mendoza. Le dicen Chango, seguimos siendo amigos y según él, todavía le dura el susto.
Ese puma creció y se convirtió en un hermoso animal gris plateado, de un pelaje muy suave, similar al de un zorro. Aunque era imprevisible por sus cambios de humor, jugaba con nosotros como lo haría con sus hermanos. Pero al momento de comer había que tener mucha cautela, especialmente si le estábamos dando carne o palomas que cazábamos especialmente para él. Perico tomaba un pedazo en la boca y se aseguraba otro con una de sus manos, gruñendo amenazador y clavando las uñas en lo que encontrara a su paso. A veces eran nuestras manos y había que darle un chirlo para que soltara sin desgarrar. No siempre lo hacía de buena gana y alguna vez tuvimos "discusiones" sobre eso.
Sobre las palomas, y otros pájaros que le cazábamos con el rifle de aire comprimido, recuerdo que las comía sin plumas. Instintivamente, ya que se había criado prácticamente en nuestra casa, apretaba el ave contra el piso mientras le arrancaba las plumas con los dientes. Recién cuando estaba completamente desplumada, se la comía.
Para nosotros, Perico debía entender todo. Si no comprendía nuestro lenguaje, había que hablarle en el propio: el de su mundo, el de la violencia. Una suave cachetada en el hocico, similar a la que su madre o alguno de sus congéneres le hubiera dado, solía dar mejor resultado que cualquier grito o método humano. A pesar de haber logrado una buena comunicación con ese sistema sui géneris, en un determinado momento sentimos que, si bien la mayoría del tiempo nos respetaba, había momentos en que empezaba a desconocernos como sus dueños. Para ese entonces ya no lo podíamos alzar entre dos, era del tamaño de un perro pastor alemán grande. Agregó aquí que los pumas, a diferencia de los perros, no mueven la cola para demostrar alegría, al contrario, lo hacen cuando están acechando alguna presa o pensando en alguna picardía.
Una tarde, Perico estaba atado en su cadena cerca de la puerta de su jaula, una especie de gallinero techado, de unos dos metros por tres. Junto a Juan Carlos López, como hacíamos habitualmente, entramos a limpiar. De repente Perico cambió de humor y nos atacó. Por supuesto, podíamos darle un palo y posiblemente matarlo, pero era nuestra mascota y, peligrosa y todo, le perdonábamos hasta esos malos ratos y lo defendíamos callando esos percances ante nuestros padres. Por suerte la cadena que lo unía al collar de su cuello no llegaba al fondo de la jaula. Allí nos aplastamos de espaldas a las tablas mientras Perico, enfurecido, parado en sus patas traseras y tirando hasta donde podía de la cadena, nos largaba zarpazos que pasaban a centímetros de nuestras caras. Tal vez debido a los nervios, a nosotros nos daba risa verlo tan enojado. Eso parecía enfurecerlo más y es entendible, pobre Perico, habrá pensado:
- Uno quiere parecer malo y se le ríen en la cara.
Pateando con los talones logramos desclavar unas tablas y salimos por atrás.
Mi padre se llevaba muy bien con él y cuando lo acariciaba, Perico ronroneaba como un gato y se refregaba en sus piernas. Una tarde en que lo estaba tocando por entre las tablas de la puerta de su jaula, Perico, vaya a saber por qué, cambió de humor y le mordió la mano. Mi papá tiró instintivamente hacia fuera, pero Perico clavó sus dientes y comenzó a tirar hacia dentro. Cuando, palos y gritos mediante, logramos que lo soltara, la mano de mi padre sangraba, lastimada de los dos lados y el veredicto, tantas veces demorado, había sido dicho: Perico se iba al zoológico de Mendoza.
Mi padre hizo construir en el aserradero una jaula de madera y allí lo llevamos, detrás de la camioneta, una mañana de invierno. En el Zoológico, a cambio y como único modo de que aceptáramos esa decisión sin apelar, nos dieron un monito raza Caí. Muy bonito, muy inteligente, muy parecido a un hombrecito peludo, pero jamás pudimos tocarlo. Era tremendamente salvaje; llegó a la casa y entró directamente a la jaula. De tanto correr y saltar por dentro de esa jaula se lastimó la punta de la cola, esa herida se le infectó y murió.
¡Pobre monito, jamás pudo suplantar a Perico! Dicen que los gatos son inexpresivos, que no crean lazos firmes de afecto hacia sus dueños. La mirada de mi puma cuando lo dejamos en el zoológico me enseñó que los pumas son distintos; yo sé que lo son. Yo sé que Perico nos quería y que hubiera querido quedarse con nosotros, aunque su naturaleza adulta complicara esa convivencia. Me duele más esta evocación porque Perico murió en el zoológico pocos meses después, posiblemente de hambre. Al haberse criado con humanos no sabía pelear por su comida. Lo pusieron en una jaula con cinco o seis pumas más y es posible que ahí haya estado el origen de su final.
Vaya desde aquí mi desagravio y un "Hasta pronto". Yo sé que él, en el cielo de los pumas, me entenderá.

Voy a agregar una anécdota sobre el citado monito, por las dudas que nos volvamos a encontrar en el otro mundo. Son tan parecidos a los humanos que, como dijo el Principito:
- Uno nunca sabe.
Ya dije que era muy salvaje y no se dejaba tocar por nadie. No recuerdo cómo, pero una tarde escapó de su jaula. No había forma de atraparlo y cuanto más lo acosábamos, más se alejaba saltando de árbol en árbol. Casualmente llegó Pelusa Bujaldón, otro gran amigo, y trató de ayudarnos; pero desde abajo todo era inútil. Entonces fue que tuve una idea: Tomé la bicicleta y salí rápidamente hacia la farmacia, le expliqué al farmacéutico lo que nos pasaba y le dije que quería unas pastillas para dormir. Me vendió unas pocas, si mal no recuerdo se llamaban Inductal, y regresé rápidamente a mi casa. El mono todavía estaba sobre uno de los árboles de enfrente de mi casa, rodeado de mis hermanos y algunos curiosos. Tomé una rodaja de manzana y la espolvoreé con dos o tres pastillas que previamente había molido. Puse esa rodaja de manzana en la punta de un caño de luz y se la alcancé al mono. Primero desconfió, pero luego la tomó y se la comió. Al rato empezó a cabecear y, cuando vio que se iba a quedar dormido, salió caminando por los cables que llevaban la energía eléctrica a mi casa. Pisaba en uno mientras se sujetaba del otro, con tanta suerte que nunca coincidían las peladuras de los cables. De haberlo hecho hubiera muerto electrocutado inmediatamente. Finalmente cayó al piso y lo atrapamos. Una vez en la jaula durmió hasta el otro día a la tarde. Fue la única vez que pudimos tocarlo a voluntad.
Pero habían sobrado algunas pastillas. Y nosotros nunca tirábamos nada. Pocos días después, en la Escuela de Agricultura, donde yo ya concurría a primer año, le puse dos pastillas molidas a un alfajor y se lo convidé a un amigo llamado Alberto Romanchuck. En la hora siguiente, cuando el profesor Vela, con mucho trabajo, logró despertarlo, lo mandó a dormir a la casa.

Sigo con la Escuela de Agricultura. A la salida debíamos pasar indefectiblemente por el clásico Bar Bassino. Ese bar, ubicado a una cuadra de la estación de ferrocarril, era famoso para nosotros, los niños, porque era uno de los pocos del departamento que tenía metegoles. Nunca me atrajo mucho el fútbol, sin embargo durante el tiempo en que concurrí a esa escuela, dejé varios pesos en fichas de metegol. Frente al Bar Bassino estaba la farmacia del padre de Hugo Difonso, uno de mis compañeros de curso. (En esa farmacia trabajaba un muchacho flaquito, de anteojos. Hoy ese muchacho es sacerdote y le llaman Padre Pancho.) Hugo Difonso y Miguel Bassino, hijo de uno de los propietarios del bar, son los más habilidosos jugadores de metegol que he llegado a conocer. Jamás los vi perder un partido. Ese bar también servía de refugio a aquellos que faltaban a la escuela sin avisarle a los padres ni a los profesores. (Vulgarmente: se hacían la rata.)

Quiero dejar aquí un hecho sombrío que sucedió durante ese primer años de secundaria en la Escuela de Agricultura. Fue el 21 de septiembre, Día de la Primavera y del Estudiante. Como en nuestro curso no nos habíamos puesto de acuerdo para ir juntos a un lugar determinado, cada uno quedó liberado a ir donde quisiera, compartiendo picnics ajenos. A la mañana siguiente, al ir a tomar el colectivo, me encontré con uno de mis compañeros.
- Seguro que hoy no hay clases - me dijo.
- ¿Por qué? - pregunté.
- ¿No sabés nada? Ayer se ahogó el Pelusa Farroni - me dijo -, fue en la laguna El Trapal.
Me quedé helado, ese muchacho iba a mi curso, provenía de Catriel y si no me equivoco, estaba parando en una casa de Oeste. Había ido a esa laguna en compañía de Cacho Martinelli y otro amigo que no recuerdo. Intentó cruzar a nado la laguna y por algún motivo, en la parte más profunda, se hundió para siempre. Lo recuerdo muy serio, de ojos oscuros y cejas espesas. Esa mañana llegaron sus padres a buscarlo al lugar donde lo estaban velando. No estuve ahí, no me atreví a verlo así, pero nunca lo olvidé.

Y así como una travesura anterior me llevó a recordar una tragedia, esa desgracia ocurrida justamente el día de la primavera, me trajo algo que hicimos otro 21 de septiembre, dos o tres años después. En esta ocasión, algo para sonreír y cambiar de clima.
Como solía ocurrir, llegado ese día, las opiniones diversas llevaban a que el picnic del curso se hiciera con muy pocos concurrentes. Nosotros, (mi hermano menor y yo) en esa época ya sabíamos manejar. De un curso del Instituto San Antonio vinieron unas chicas a preguntarnos si las podíamos llevar en el camión de la fábrica hasta el Rincón del Indio, balneario situado a quince kilómetros de nuestra ciudad. Aparte de darnos la posibilidad de manejar el camión con una excusa perfecta para pedírselo a mi padre, un picnic con esas chicas, las más bonitas de la ciudad, era una cosa ineludible.
Allá fuimos al otro día, bien temprano, con ese cargamento de belleza y alegría femenina. En el grupo venían otros sátrapas que hoy no recuerdo, pero que, como nosotros, sólo querían estar cerca de las chicas. Compartimos con ellas toda la mañana y a la tarde; algo aburridos y desilusionados al ver que las chicas preferían charlar con chicos mayores, comenzamos a pensar en qué hacer para divertirnos. No voy a decir a quién se le ocurrió - aunque lo recuerdo - pero esto es lo que hicimos: De la canasta de una de las chicas, sacamos una máquina fotográfica y nos fuimos río abajo, hasta un lugar donde el cauce hacía una curva y había una playita. Allí nos sacamos toda la ropa y, tapándonos la cara con ella, nos fotografiamos. Por supuesto, todos desnudos y sin ninguna delicadeza ni pose artística. Luego llevamos la cámara y la dejamos otra vez en el canasto donde estaba.
Imagínese cuando los padres de esa chica enviaron a revelar ese rollo...
Esa mujer hoy debe tener más de cincuenta años. Se comenta que hasta el año pasado los padres todavía no la dejaban concurrir a picnics donde concurrieran varones.

Un día de invierno mi padre nos dio la noticia de que iba a ir a cazar jabalíes a San Luis. Para nosotros eso era como ir a cazar tigres de Bengala. Allá partió, junto a algunos de sus amigos. Nosotros nos quedamos esperando expectantes y, debo decirlo, con algo de miedo. Eran muy pocos los que habían visto de cerca a esos animales. Y esos pocos eran adultos, sin embargo, a la hora de hablar sobre los jabalíes se comportaban peor que niños: exagerando sin límites su peligrosidad. Había quienes decían que los chanchos olfateaban la sangre a miles de metros y se volvían locos de ganas de beberla y otras estupideces similares. (Una especie de jabalí vampiro, producto de una cruza entre una chancha y un tiburón blanco.)
Unos días después mi padre regresó. Había cazado uno. Fue un acontecimiento y mucha gente vino a mi casa a verlo, como si se tratara de un lobizón. No era muy grande, luego lo supe al compararlo con los que llegaron en otros viajes, pero para ser el primero, estaba bien. Mi padre nos contó cómo lo había cazado y así lo relato: En un bebedero ubicado junto a un molino, las numerosas huellas le indicaron que allí venían los chanchos a tomar agua por las noches. Algunos de sus acompañantes eligieron ubicarse esa noche en otros lugares cercanos y hubo quienes prefirieron quedarse a dormir en la comodidad y la seguridad del campamento. Acamparon allí cerca y al anochecer, los que iban a cazar cruzaron el alambrado y se apostaron a esperar los chanchos, separados y cada uno teniendo bien en cuenta dónde estaban los otros, para no balearse. (Más adelante, a fin de evitar esos riesgos, ese tipo de cacerías las haríamos solamente entre dos o tres personas.)
Mi padre se acostó dentro de la bolsa de cuero de oveja ya citada y al poco rato, aburrido de tanto silencio, se quedó dormido. En un momento comenzó a soñar que estaba dentro de un chiquero lleno de chanchos. Despertó y vio que la realidad era que una piara de chanchos, machos, hembras y crías, habían llegado al bebedero y gruñían y peleaban entre sí, revolcándose en los charcos. El hecho de haberse ubicado dentro del pequeño cuadro alambrado que rodea al molino evitó que lo vieran. El jabalí, me consta, cuando no ha sido muy perseguido, no desconfía tanto cómo se supone, y el alboroto que hacen, cuando la piara se mueve en conjunto, es el mismo que se puede oír en un chiquero a la hora de comer.
Ya dije en páginas anteriores que mi padre poseía una gran inventiva. Durante el día, previendo que la noche fuese oscura por alguna nube que tapara la luna, a pocos metros del bebedero, había atado su fusil con alambre, entre dos palos firmemente enterrados. Lo había regulado de modo que apuntara a lo largo del bebedero, a unos quince centímetros de altura y algo hacia fuera. De esa manera, por medio de un grueso hilo que iba hasta el gatillo, aun en total oscuridad, escuchando que los chanchos estaban bebiendo, podría cazar al menos al primero de la fila. (Más adelante, en otras cacerías, volvimos a usar ese método preventivo.)
Los chanchos estaban bebiendo. En el silencio de la noche el ruido del agua se escuchaba claramente, pero la escasa luz de la luna, que estaba comenzando a asomar, y el color negro de los jabalíes, no le permitía apuntar a uno a simple vista. Decidió tirar del hilo primero y disparar después a los que, supuso, retrocederían. Así fue, inmediatamente después del estampido del fusil, alzó la escopeta cargada con balas breneke, (bala de una sola pieza) y tiró al montón. 
Cuando los chanchos desaparecieron salió, linterna en mano, a ver qué había pasado. Un solo jabalí había caído... con dos tiros. La suerte había querido que el mismo chancho que había recibido en el cuello el tiro del fusil mientras bebía, recibiera el plomo de la escopeta al retroceder en su último acto instintivo.
Ese fue el primero, luego vendría una gran cantidad de jabalíes hasta que una nueva pieza de caza mayor comenzó a merodear en la mente de mi padre: el ciervo colorado. Pero eso fue más adelante y ya llegará. (El tema de nuestras cacerías está detallado más ampliamente en otro de mis libros titulado "Cazando".)


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