En el año 1954 se realizó en la ciudad de Mendoza, más precisamente en el Parque San Martín, la Feria de las Américas. Duró tres meses y concitó la atención de todos los países sudamericanos. Seguramente alguno de los viajes a ver a un médico por mi problema citado coincidió con ese evento y allí estuvimos. (Yo tenía, en esos momentos, cinco años.) Entre otros recuerdos difusos tengo el de un gran motor de reacción (de aviación) en funcionamiento sobre una base adherida al suelo. Detrás de él los árboles se arqueaban amenazando quebrarse. También recuerdo haber escuchado de alguien, entre el público, que ese mismo motor, en algún lugar, "se había tragado a un mecánico"; cosa que me alertó, ya que mi padre justamente era mecánico.
En otro stand había mucha gente mirando un aparato rectangular donde, a través de un vidrio, se podían ver a unos muñequitos muy graciosos haciendo diabluras. Hoy sé que esos muñequitos eran dibujos animados, que el misterioso aparato era un televisor blanco y negro y que mi admiración y sorpresa era compartida por todos los mendocinos que pasaban por allí. El 12 de Octubre del año 1951 se había inaugurado la televisión nacional en Buenos Aires; Canal 7, el primer canal de televisión mendocino llegaría recién el 7 de febrero del año 1961.
De esa exposición también recuerdo una gran vaca, una especie de inmenso robot, que movía los ojos y la cola y tenía, en el lugar de las ubres, unas especies de canillas de las que se servía exquisita leche chocolatada.
Cambiemos de tema y vayamos en busca de una sonrisa.
Fecha patria, posiblemente 25 de mayo. Mi hermano Aldo tenía que desfilar y eso era un acontecimiento que había mantenido a la familia ocupada desde temprano y había sido tema de conversación desde una semana atrás. Aldo iría primero hasta la escuela, en la bicicleta de mi papá, y el resto iríamos al centro, algo más tarde, a ver el desfile, pero especialmente a esperar su paso gallardo haciendo vibrar el asfalto.
¿Asfalto dije? Enfrente de mi casa estaban asfaltando la calle. Media calzada estaba lista y la otra mitad, la que daba a mi casa, estaba recién hecha, es decir, estaba el asfalto derretido esperando que los empleados, que se acercaban en un camión, le echaran una capa de arena fina y así, en varias pasadas alternadas y sucesivas, iba quedando el trabajo terminado.
Mi hermano estaba listo. Parecía un príncipe blanco. Hasta un moñito al cuello llevaba. Seguramente (basándome en su posterior paso por la secundaria) ya era tarde o tenía apenas el tiempo justo para llegar. Subió a la bicicleta, se afirmó en los pedales y salió hacia la calle.
Unos pocos minutos después, alguien que se le parecía mucho, salvo por el color negro azabache en algunas partes del cuerpo, entraba nuevamente a casa maldiciendo. Al intentar pasar sobre la capa asfáltica había resbalado y había caído de costado.
Tanto Héctor como yo debimos escondernos a reír, la bronca de mi hermano mayor buscaba un chivo expiatorio y ya habíamos aprendido a evitar ese riesgo innecesario.
Hablé de la bicicleta y recordé un detalle relacionado con este medio de transporte tan apreciado por los niños de todas las épocas. Sé que no me equivoco si afirmo que aún hoy una "bici" sigue siendo el mejor regalo que un niño puede esperar para su cumpleaños, Día del Niño, Reyes Magos o Navidad. Pero en mi tiempo las cosas eran distintas, una bicicleta pequeña, apta para un niño de 7 a 12 años, era un artículo de lujo al cual muy pocos padres podían acceder. Hoy, la fabricación en serie, la importación y la venta en cuotas han logrado que se puedan comprar pequeñas bicicletas, seguramente no tan firmes como aquellas, pero igualmente útiles para aprender sin riesgos el arte de avanzar sobre dos ruedas. Nosotros tuvimos una, en la que aprendimos los tres por riguroso turno, pero, como dije, no eran comunes ni baratas. ¿Cómo hacían entonces los niños para aprender? En las mismas bicicletas que andaban sus padres. Esas grandes y resistentes bicicletas, la mayoría de color negro, con frenos a varilla, largos guardabarros que tapaban ruedas inmensas de gruesos rayos, (con guardapolleras - o tapapolleras - de hilo plástico de colores, si era un modelo de mujer) timbre en el manubrio, dínamo en la rueda delantera y luz adelante, en el soporte donde hoy se colocan los canastos.
Esas bicicletas eran muy pesadas y altas, es cierto, pero los niños de mi época sabían obviar ese detalle cruzando una pierna por dentro del cuadro.
A ver si se entiende: el pie izquierdo iba en el pedal correspondiente, pero la pierna derecha, para llegar al otro pedal, pasaba por dentro del triangulo del cuadro, inclinando la bicicleta hasta límites increíbles. Estoy hablando de niños de 8 o 9 años que debían levantar los brazos para llegar al manubrio, más alto que ellos. Así aprendieron muchos de mis amigos, por supuesto a costa de algunos raspones de rodillas y codos, pero el placer de andar en "bici" siempre fue impagable.
Otra diablura de la escuela, posiblemente de cuarto o quinto grado: En alguno de esos años se nos enseñaba la germinación de las semillas. Eso se hacía por medio de un germinador que todos debíamos construir con ayuda de los padres. ¿Quién no sabe lo que es un germinador? Un simple frasco al que se le ubica por dentro y cubriendo las paredes, un papel secante o una cartulina. Luego se lo rellena con aserrín o arena y entre el papel y el vidrio se colocan semillas de maíz, poroto o zapallo. Se humedece un poco el aserrín, esa humedad moja la semilla y ésta germina a la vista de todos. Muy sencillo y fácil de hacer. Todos teníamos el nuestro, rotulado y estratégicamente colocado al sol en la ventana del aula, pero... a alguno se le ocurrió la idea, o la tomó de algún antecesor,... y esos frascos comenzaron a viajar al baño. Allí eran orinados prolijamente y luego se los devolvía a su sitio, en la ventana. Cuando el sol de la siesta comenzaba a calentarlos, un aroma penetrante y conocido recorría el aula e iba en busca de las fosas nasales de la maestra, ubicada a pocos metros.
- Chicos, cada uno se va a llevar su germinador a su casa. Cuando las semillas empiecen a germinar, los traen de vuelta - dijo la maestra abriendo la ventana al aire puro del patio.
Ignoro si hoy perdurarán en el ámbito escolar estas creencias que en aquellos años eran indiscutibles: El papel secante, puesto en la plantilla de los zapatos, producía fiebre. Cuando un chico, una vez ingresado a la escuela, quería regresar a su casa antes de hora, ese sistema era infalible. Después de ponerse el papel secante, esperaba un rato y se presentaba a la dirección diciendo que le parecía que tenía fiebre. Le ponían el termómetro y lo mandaban a la casa. Al menos eso fue lo que escuché durante todo mi paso por distintas escuelas, incluso secundarias. Nunca pude comprobarlo personalmente ni ver ese efecto en otros, pero ese método parecía ser, como dije, infalible, y todos conocían a alguien que lo había usado con éxito para salvarse de alguna prueba o examen difícil.
Fuera de la escuela y adentrándonos en la zoología, era una verdad de fe que cuando un perro quería vaciar sus intestinos en algún lugar inadecuado y comenzaba a agacharse con la intención inminente de ensuciar una vereda recién baldeada, podía ser impedido de hacerlo si uno se le ponía cerca y uniendo sus dos dedos índices, tiraba de ellos hacia fuera con todas sus fuerzas. (A eso se le llamaba "hacer gancho.") Ese sistema, aunque inexplicable por medios científicos, me consta que funcionaba. Es más, puedo afirmar que podría ser usado con éxito hasta con un ser humano. Imagínese cómodamente sentado en su baño y con un tipo enfrente mirándolo fijamente y tirándose de los dedos. El pobre perro miraba esa ridiculez sin entender nada y, ante la duda de estar frente a un loco, prefería buscar otro lugar o postergar esa tarea para más tarde.
Para graficar mejor las anécdotas referidas a la escuela primaria, quiero recordar que en aquel entonces los pantalones largos eran exclusividad de los grandes; nosotros, los niños de los primeros años de primaria, usábamos los cortos... hasta en pleno invierno. Algún desatinado cálculo de los adultos había determinado que con un simple par de medias gruesas (preferentemente blancas) hasta poco más abajo de la rodilla, no sentiríamos frío. Y había pantalones cortos, de invierno, forrados por dentro. El frío, agradecido, entraba por una pierna y salía por la otra. De las mujeres ni hablar, si a una niña de mi época se le hubiera ocurrido concurrir a la escuela con pantalones, hubiera sido enviada de vuelta a su casa por la directora. Y hubiera adquirido una fama para comentar el resto del año.
Así, con esos pantalones cortos, debíamos concurrir a los desfiles del 25 de mayo y del 9 de julio. Allí, frente a la plaza central, sobre la ancha y desamparada avenida central, formábamos fila y esperábamos pacientemente a que empezara el acto. El aire frío que generalmente corría desde el sur hacía que todos zapateáramos constantemente mientras las Señoritas XX decían sus discursos alusivos. Estos discursos estaban dirigidos a todos los presentes, pero jamás conocí a un niño que entendiera (mucho menos que atendiera) una sola palabra. (He escuchado que los actuales siguen siendo del mismo tenor y con el mismo efecto.) Cerca de nosotros, con el mismo frío, resoplando y ensuciando el asfalto y el ambiente con guano humeante, los caballos de los soldados caminaban nerviosos sobre el asfalto.
Finalmente se anunciaba que comenzaba el desfile hasta la plazoleta San Martín. Toda la gente abandonaba la plaza y se adelantaba a esperarnos en las veredas de la Avenida Alvear. A eso de las once, cuando finalmente nos tocaba el turno, ya teníamos las rodillas coloradas de frío y aprovechábamos esa caminata para descongelarnos marcando con inusitada fuerza cada paso. Al llegar al palco oficial, a una orden de la maestra más cercana, debíamos hacer la famosa "vista derecha" que veníamos ensayando desde quince días antes. El objetivo era mirar al Intendente y a los demás afortunados que, envueltos en sus sobretodos y sacones, nos aplaudían sonrientes.
Pero era lindo sentir que éramos parte de la Patria,... era lindo, así y todo, con frío y con sueño, con discursos interminables e indescifrables,... era lindo...
Volvamos al barrio. Frente a mi casa, cruzando la calle, estaba el canal. Hoy se llama "Canal Centro Viejo", en ese entonces simplemente se llamaba "el canal" y era nuestro balneario. Allí pasábamos todas las tardes de verano, jugando a la mancha, a los indios, a tirarnos sapos por la cara y a otros juegos inocentes que se nos ocurrían. (Aún hay un sector de este canal en el que los niños de hoy se bañan, una cuadra al norte de donde nosotros lo hacíamos.)
Nuestro "pozo" estaba frente a lo que entonces era la finca de Don Gabriel Carrillo, un viejito alto y flaco que vivía en la esquina de la calle Chacabuco, frente a mis abuelos Heredia. Su esposa, María Teresa Martos, era una señora bajita y casi sorda. Solíamos comprarle huevos haciéndonos entender a los gritos. Calculo que Don Carrillo debe de haber cosechado muy poca uva en esas hileras cercanas al canal.
Alrededor de mis diez u once años mi padre cambio su vieja y querida chatita Rugby por una Baqueano Ika, doble tracción, obviamente con la idea de continuar cazando el resto de sus días. Pocos años después, en ese vehículo aprendí a manejar, junto a mi hermano Héctor, en las horas de la siesta. Admiro el que mi padre haya podido dormir sabiendo que nosotros estábamos manejando "su chata" en algún indeterminado lugar del departamento. Cargábamos a algunos de nuestros amigos más cercanos y salíamos tanto hacia Bowen, a Real del Padre o simplemente al campo, a gastar nafta y, sin saberlo, a familiarizarnos con el volante. Exactamente a las cuatro, hora en que mi papá se levantaba para ir a la fábrica, estábamos de vuelta.
Hay un hecho misterioso que, aunque avalado por el testimonio de mi hermano Héctor, que también lo presenció, permanece inalterable (e inexplicable) en mi memoria. A pesar de ser niños, nosotros no creíamos (ni creemos) en curanderos, fantasmas ni en bultos que se menearan sin una causa natural o una explicación razonable. Salvo algún recelo prudente a la oscuridad extrema, nos metíamos en cualquier lado sin pensar mucho. Jugábamos a la escondida en plena noche y en esos casos, buscábamos los lugares más recónditos.
Pero lo que voy a contar nos ocurrió a plena luz del día. Fue así: En el fondo de mi casa, sobre el alambrado que limitaba nuestro lote al oeste, había una puertita que daba a la finca de mi abuelo. En ese momento esa puertita estaba firmemente cerrada con un alambre. El resto del lote estaba totalmente cerrado y no había forma de salir por atrás, al menos no con apuro. Quién, estando en ese sector, quisiera salir, debería regresar al frente, pasando junto a la casa, entre ésta y el galpón del taller.
Sin embargo alguien salió, o al menos desapareció rápidamente, en cuestión de segundos. Fue una mujer. ¿Qué mujer? No tengo la más mínima idea, nunca la había visto antes y nunca más la vi.
Yo venía corriendo desde adentro de mi casa, tironeándome con Héctor que venía un metro atrás. Al llegar a la puerta que da al patio trasero, ambos frenamos sorprendidos. Allí, por enfrente de la puerta, iba pasando una señora que nos miraba. Los dos nos quedamos paralizados, aunque no asustados. Pensábamos que era alguien conocido de la casa. Pasados unos segundos, propios de la sorpresa, salimos a mirar en la dirección en que habíamos visto pasar a esa mujer, hacia el fondo del lote. No la vimos. Recorrimos todo el patio trasero y allí no había nadie. Uno de los dos fue a buscar a mi madre. Cuando llegó, miramos entre los tres. No había señales de que nadie hubiera salido por atrás. La puertita, como dije, continuaba bien cerrada y una mujer con pollera no podía (ni tenía por qué) saltarla.
Es uno de los hechos realmente inexplicables que me ha tocado vivir. Todavía estoy esperando que venga esa mujer (hoy anciana) y me diga: - Yo fui la que entró a tu casa.
Como dicen algunos: - Las brujas no existen, pero que las hay, las hay...
Viene a mi memoria otro hecho, si no inexplicable al menos poco común. Ocurrió algunos años más adelante pero por estar dentro del tema encarado, lo relataré aquí: Yo debo haber tenido entonces entre trece y catorce años. Debe haber sido una hora cercana a las cuatro de la mañana. Junto a mi padre y algunos de sus amigos, nos encontrábamos en la zona de fincas, camino hacia Soitué, del otro lado del Río Atuel, cazando liebres y vizcachas desde la camioneta. Para eso contábamos con un poderosos reflector.
Habíamos parado a recoger una liebre que alguien había matado en un pequeño potrero. Uno de los mayores había bajado a buscar la liebre y estaba regresando hacia el vehículo. Entonces fue cuando escuché que mi padre dijo:
- Miren allá. Una cañita voladora.
Exactamente esa era la apariencia de lo que estábamos viendo subir en el horizonte, al norte de nuestra ubicación. Una luz brillante ascendía hacia el cielo. Pronto se transformó en un ramillete de pequeñas luces que, creíamos todos, caerían a tierra inmediatamente. Pero no fue eso lo que sucedió. Las luces siguieron ascendiendo y a la vez creciendo en tamaño. Pronto advertimos que lo que en realidad ocurría era que se acercaban a gran velocidad siguiendo la curva de la superficie terrestre. En pocos segundos llegaron y pasaron sobre nosotros a una altura indefinida y continuaron su viaje hasta perderse en el horizonte sureño. Calculo que pasaron a la velocidad que podría llevar un avión a baja altura. Pero esas luces no eran aviones.
Al otro día, por la radio, supimos que el fenómeno había sido visto de la misma forma en La Quiaca y en Tierra del Fuego. Intentando una explicación escuchamos decir a alguien: - Fue un aerolito. Entró en la atmósfera y se desintegró. Eso que vio tanta gente eran los pedazos quemándose con el roce del aire.
Nunca me quedé conforme con esa versión. A esa edad yo ya sabía, por simple deducción, que cualquier objeto que cae, lo hace hacía el punto más cercano que lo separa del centro de la Tierra. Y la velocidad que esos elementos traían, si bien era considerable, no era tanta como para hacerles recorrer los más de tres mil kilómetros que había entre los testimonios más norteños y los más sureños. No me daban ni me dan ahora los cálculos. Hoy estoy firmemente convencido de que eso que vimos era un grupo de ovnis, tomando el significado literal de esa sigla: objetos voladores no identificados. (Esta experiencia tuvo miles de testigos a todo el largo de Sudamérica, ha sido publicado varias veces en revistas dedicadas al tema y está considerado como uno de los más claros ejemplos probatorios de la existencia de los ovnis.)
Dejo aclarado que creo rotundamente en la existencia de los platos voladores, lo que no implica que les otorgue veracidad a todas las fantasías creadas sobre su origen y/o sus supuestos tripulantes de otros planetas o dimensiones. Al igual que otros tantos misterios de este universo, parecen estar hechos para hacernos pensar. Y hasta ahora nadie sabe nada.
Hay una historia familiar que, al menos en su principio, merecería ser contada o plagiada en una novela: Mi tía Enriqueta, hermana de mi madre, tenía diecisiete años recién cumplidos. A la ciudad llegó un parque de diversiones bastante importante: El Real Madrid. En ese parque necesitaban chicas para atender los distintos quioscos de juegos. Mi tía se presentó y dada su fresca belleza - que la tenía y mucha, como todas las hermanas Heredia - fue tomada inmediatamente. Tal vez intercedió en esa decisión el joven sobrino de Don Hermida, dueño del parque. Este muchacho, español como su tío y con todo el acento ibérico, se enamoró perdidamente de mi tía, y ella, para no ser menos, también enloqueció por él. El parque se fue antes de un mes... y mi tía se fue, casada, con quien a partir de ese momento sería mi tío: Rafael Sirvent. Según mi madre, si mis abuelos no hubieran aprobado esa unión, es muy probable que mi tía Enriqueta se hubiera ido igual. El amor siempre ha sido y será así, en última instancia, el que manda es él.
Estuve a punto de seguir indagando sobre este punto, pero miré a mi hija Macarena, recordé su carácter indómito, seguramente heredado de esa rama familiar de los Heredia, y entendí todo.
Sigamos con el parque y mis tíos. Tiempo después y ya en viaje por todo el país, nacieron mis dos primas, mellizas y aparentemente muy distintas: María del Carmen y María de Los Ángeles, "La Gorda y la Negra" para la familia. Unos pocos años después llegaría Gladys, la menor y la última.
Por alguna causa que ignoro, el parque inicial se desarmó y Don Hermida le vendió a mi tío un camión y algunos quioscos y juegos para que siguiera con ese trabajo. El nuevo parque, muy pequeño, con la única ventaja de poder ser armado en los pueblos chicos, pasó a llamarse "Las tres Marías", aunque hasta ese momento, si mal no recuerdo, sólo estaban las dos niñas nombradas.
Ubicados en tiempo, lugar y protagonistas, vamos con una anécdota que justifica esta introducción: El discreto parque de mi tío rondaba la zona de Cuyo y un día llegó a Alvear Oeste, distrito ubicado a cuatro kilómetros de mi ciudad. Una noche de sábado o domingo fuimos toda la familia. Había una gran expectativa, esa noche se presentaba un imitador de Billy Cafaro. Nada menos que Billy Cafaro, el mismo que escuchábamos a cada rato en la radio cantando "Pity pity". Mi tío también tenía ese disco en el parque y lo pasaba por los parlantes muy seguido. "Pity pity" de Billy Cafaro, "Bésame" por Ray Connif, "Tú eres mi destino" por los Cinco Latinos y "Zamba de mi esperanza" por Jorge Cafrune, eran los discos más pedidos por el publico, que se los dedicaba entre sí por una módica suma que ayudaba a pagar la luz.
Nosotros, privilegiados parientes del dueño, pudimos ver al "artista" mientras se caracterizaba de Billy Cafaro. De paso nos enteramos cómo era Billy Cafaro, ya que sólo lo conocíamos de oírlo por radio. Tal vez los mayores, que podían acceder a la revista "Radiolandia", lo identificaban mejor, aunque, al igual que nosotros y a falta de televisión, no lo habían visto nunca mientras cantaba.
Dentro de una casilla de chapa, detrás de la estantería donde algunos clientes trataban infructuosamente de voltear unas latas acertándoles con una pelota de trapo, el joven, frente a un espejo, se pegó una pequeña barba en la pera, se puso una gorra a cuadros y una campera de cuero negro. Se miró otra vez al espejo y sonrió con aprobación. Ya estaba: era Billy Cafaro.
Comenzó el espectáculo con la respetable cantidad de publico de unas cincuenta personas de pie frente al escenario. Este estaba construido con unos tablones ubicados sobre unos tambores de doscientos litros.
El primero que subió fue un "niño prodigio" local al que conocí en ese momento: Alberto Ortiz, de alrededor de diez años de edad. Con rigurosos pantalones cortos, ya que era menor de quince, se sentó en una silla, tomó su acordeón a piano y arrancó tocando maravillosamente bien un tema popular. Uno o dos temas más y dejó el acordeón, pero no para abandonar el escenario. Tomó un bandoneón que había dejado cerca y tocó dos o tres tangos que enloquecieron a la gente. Hasta allí todo bárbaro y por suerte, ya que la posterior presentación del imitador no tuvo la misma repercusión. Es decir, sí, la tuvo en volumen, pero en vez de aplausos hubo silbidos y epítetos que este libro, de haber una censura, no resistiría.
El muchacho subió y comenzó a hacer lo que sabía, que no era otra cosa que lo que se había publicitado claramente: "imitar a Billy Cafaro". Pero en mi pequeña ciudad del interior faltaba mucho para que se supiera lo que significaba la palabra "mímica", o las extranjeras que hoy se usan para definir la misma acción: “play back”.
La gente había entendido que ese muchacho cantaría igual que Billy Cafaro. Cuando vieron que sólo bailaba y movía la boca simulando cantar las pocas palabras de esa letra que se sabían de memoria ellos, los perros, los gatos y hasta los gorriones, se sintieron engañados.
- ¡No está cantando! ¡Eso es un disco! ¡Ehhhh, atorrantes, devuelvan la plata! - fueron algunos de los gritos reproducibles que se escuchaban desde el público entre silbidos de desacuerdo.
No recuerdo en qué terminó esa presentación, pero tengo la imagen del muchacho, dentro de la misma casilla donde, unos minutos antes, se caracterizara de su ídolo, sentado en una silla, con una gran desilusión en su rostro. Y a mi tío Rafael consolándolo y explicándole que el publico del interior, en su mayoría, ignoraba que en la Capital existía esa rama del arte, más precisamente del teatro, llamada "mímica".
De los viajes al campo que hacíamos en la camioneta me ha quedado grabado hasta en la última célula olfativa el olor a nafta, producto de tantos malestares. Mi padre llevaba eternamente, asegurado detrás de la camioneta, un gran tanque metálico en el que, antes de salir, cargaba nafta. Generalmente las distancias superaban la autonomía del vehículo y esas prevenciones eran comunes, aún en los automovilistas que circulaban en una ruta asfaltada. En ese entonces las estaciones de servicio también eran menos y por supuesto, más distanciadas entre sí.
Pero la nafta, al sacudirse, producía presión, esa presión escapaba por el tapón roscado y entraba directamente a nuestras narices. En verano había un remedio: abríamos los laterales del toldo, pero en invierno...
Acabo de recordar una vez en que una chica, que iba situada entre medio de los que íbamos allí sentados, (todos a la par y mirando hacía atrás) se descompuso e intentó asomarse para vomitar. Sólo alcanzó a llegar hasta encima de mis piernas. Lo demás, imagínelo usted.
En mi casa siempre hubo muchos perros, en eso no diferíamos seguramente del resto de las casas ubicadas en los límites de la ciudad. En esos años era común tener varios y todos sueltos. Los ciclistas y los motociclistas, agradecidos. En esa época era común ponerle a las motos unos caños llamados justamente "mataperros". Estaban ubicados a la altura donde el perro intentaba morder la pierna del conductor. Si el perro se descuidaba, podía ganarse un buen chichón... o perder la cabeza.
Pero es otra cosa relacionada con estos animales la que quería relatar: A todos los niños, los de ayer y los de hoy, les encanta jugar con sus perros. Es parte de un instinto ancestral que se instaló en la raza humana con la domesticación de los primeros lobos.
Pero estoy seguro que ninguno lanzó a sus perritos en paracaídas. Sí, en paracaídas. Nosotros lo hemos hecho. Posiblemente la idea surgió a raíz de alguna película relativa o después de alguna visita al Aero Club local. Una de nuestras perras había tenido cachorros, éstos ya habían aprendido a caminar y no parecían oponerse a la nueva aventura que les proponíamos. Les fabricamos un paracaídas con un repasador grande al que atamos un hilo de cada esquina. Esos cuatro hilos, unidos, se ataban al cachorrito alrededor del pecho, por debajo de las patitas delanteras, de modo que quedara colgando de la espalda. Y ya estaba listo para el bautismo del aire.
Uno de nosotros subía al techo del galpón por una escalera que siempre estaba allí, y efectuaba el lanzamiento. Es decir, tiraba el perrito con el paracaídas algo preparado sobre su lomo para que se abriera inmediatamente. (Es sabido que los perros no saben contar hasta diez y mucho menos tirar de una argolla.) Otro esperaba abajo para atajar a esos "novatos" que, al no saber caminar bien, menos sabrían caer. El "paracaídas" se abría y detenía la caída lo suficiente para poder atraparlo a la pasada, sin más riesgos que el susto del cachorrito.
Aunque parezca increíble ningún perrito murió de un infarto ni sufrió un golpe en estos lanzamientos. Y eso que la consigna era que si saltaba uno, debían saltar todos...
Esa es sólo una de las fechorías que hacíamos, ya con unos diez años cumplidos. La mayoría de ellas derivaba del cine que veíamos los domingos a la tarde. Si la película era de piratas, al otro día a la mañana ya andábamos blandiendo una espada de madera y con un ojo tapado. Si había sido de vaqueros, poníamos una tabla en la morsa y con un serrucho, en pocos minutos teníamos un revólver o un rifle. Sólo pedíamos algún juguete comprado cuando no podíamos hacerlo, y allí, en el taller de mi padre, teníamos de todo. De los palos del techo de ese galpón colgábamos largas correas de cuero que nos servían tanto para abordar algún navío imaginario - si ese día éramos piratas - como para desplazarnos entre los altos árboles, caer sobre el elefante Tantor y salvar a una imaginaria Juana, (Así le decíamos a Jane en confianza) si la película había sido de Tarzán.
Nombré a Tarzán y recordé que a este personaje también lo escuchábamos por radio. Todas las tardes, en un horario que coincidía con nuestro regreso de la escuela, pasaban un capítulo auspiciado por el polvo de cacao Toddy. La idea publicitaria era sugerir que ese cacao hacía crecer los músculos. Nosotros echábamos en el vaso, Toddy y leche en cantidades similares. Quedaba una especie de crema empalagosa que casi se podía untar en el pan. Pero debo confesar que nunca noté un aumento en mi musculatura; al contrario, de niño llegué a preocupar a mis padres por mi escaso peso.
Volviendo al programa radial, por medio del relator, ayudado por los efectos de sonido, podíamos "ver" cómo Tarzán se paraba sobre una rama de un alto eucalipto (yo lo imaginaba así porque ése era el único árbol que nunca pudimos subir), pegaba un alarido tirolés de esos que se oyen a cinco kilómetros y estremecen hasta a los elefantes, tomaba una liana que siempre estaba ahí, se hamacaba y se largaba en un salto olímpico sobre un río. Ese río, poco más adelante, formaba una catarata y Tarzán - por supuesto, luchando con un cocodrilo - caía por ella como cien metros. Después de un instante de tensión en el que no sabíamos si nuestro héroe salía o se había ahogado, emergía en medio del gran remolino, se sonaba el agua que le había entrado a la nariz (eso no lo decía el relator pero yo lo imaginaba igual) y nadaba otra vez vigorosamente hasta ese cocodrilo inmenso que ahora estaba a punto de comerse a Juana. Esta muchacha, Juana, se metía en cada lío, menos mal que la mona Chita estaba siempre allí para alertar a Tarzán con sus chillidos antes de que la mataran. Y no les digo nada cuando aparecía Tarzanito, el hijo de Tarzán, tan o más valiente que su padre, y les alcanzaba una liana para que subieran por la barranca del río. Ése era nuestro verdadero héroe, al que tratábamos de imitar. Recuérdese que, además de coincidir en la edad, Tarzanito tenía menos músculos y, con una simple malla, era más fácil de representar.
Había también capítulos radiales del Llanero Solitario, su caballo Plata y el indio Toro. El Llanero y ese indio andaban siempre cabalgando, no vivían en ninguna parte ni comían nunca, pero siempre se enteraban de las injusticias y las solucionaban.
El Llanero fundía sus propias balas de plata dentro de una mina de ese metal que sólo él y Toro conocían. (¡Que desperdicio sin explicación!)
Existía una versión, posiblemente nacional, sospechosamente parecida al Llanero: se llamaba Poncho Negro y el indio que lo acompañaba se llamaba Calunga. Por medio de la radio, yo los imaginaba muy parecidos y las cosas que les sucedían también me eran familiares.
Para nosotros y para los mayores, la radio era todo. Ella era la que nos comunicaba con el mundo y todos los días nos contaba algo nuevo. Durante el día escuchábamos LV4 de San Rafael. A las once de la mañana, llegaba el Carnet Social. Como su nombre indica, era el programa donde se anunciaban los acontecimientos sociales: casamientos, compromisos, cumpleaños, nacimientos, bautismos y fallecimientos. Creo que, salvo en los fallecimientos, todos querían aparecer ahí por uno u otro motivo. "El Carnet Social"... piense usted un poquito... Yo no puedo imaginar de dónde pudieron sacar ese nombre. Me suena al carnet donde las damas patricias del 1800 anotaban, por anticipado y por encargue, con quién iban a bailar cada minué. El programa se acompañaba con la marcha nupcial. Es posible que todavía esté en el aire, con el mismo formato.
En esa radio también escuchábamos a las compañías de radioteatro. Respecto a esta subdivisión tan especial del teatro, el abuelo materno de mi hija Macarena, Luis Bautista Hernández, director, actor y autor de varios de esos libretos, y protagonista directo de esa especialidad, ha escrito un libro sobre el tema. A mi pedido me ha enviado una breve reseña sobre el tema que transcribiré literalmente:
...........////........... "En San Rafael rara vez aparecía un elenco foráneo. Nosotros (los elencos de la capital mendocina) hacíamos las giras teatrales en esa zona, pero trasmitíamos los radioteatros desde Mendoza. En San Rafael siempre los actores y las actrices fueron locales. Los cabezas de compañía eran cuatro que se alternaban en ese puesto dando la impresión de ser cuatro grupos distintos: Omar Abué, Raúl Reynal, Jorge de la Torre y Felipe Durán. Éste último fue protagonista de una de las primeras películas nacionales habladas: "El Último Gaucho". Los recursos humanos para la puesta en el aire eran un reducido grupo integrado por Dardo Ríos, Enrique Llambil, Carmencita López, Nilda Eraso, (Que fuera en esos años Reina Provincial de la Vendimia.) Coca Reynal, Esther Martínez, los precoces Jorge y Gladys Abué y Tito de la Torre. Como relator, en casi todos los casos estaba Tito López, hermano de Carmencita. Sólo nombraré algunas obras que a mi entender fueron un verdadero éxito: "El tren de las ocho", de Jorge de la Torre con Raúl Reynal, "Una carta para el cielo", basada en el viejo tango que canta Carlos Dante. Omar Abué fue el que más obras escribió y éstas fueron siempre las más taquilleras. A modo de ejemplo nombraré: "Mamerto llegó del campo". Con mi compañía "Lucho Hernández" irradié: "Gumersinda zapata, vieja fea, chueca y flaca, consiguió un turco con plata". Un sainete al que el público luego le cambió el nombre por el del "Turco Julio". Eso fue cuando la radio LV4 cambió de edificio y el director era un señor apellidado Rojas."...........////...........
Aquí mi amigo Lucho acaba de nombrar al "Turco Julio", recuerdo a esa radionovela cuando fue irradiada por la compañía de Omar Abué. Y recuerdo la ranchera, compuesta por nuestro Chacho Santa Cruz, que se usaba de cortina musical y que, como tantos otros éxitos de la época, vendió muchísimos discos. Comenzaba más o menos así:
Sin fondo musical un niño llamaba supuestamente en un almacén:
- Don Julio... don Julio...
- ¿Qué quiere, mojito? - preguntaba el Turco apareciendo.
- Dice la mamá si tiene vino tinto - decía el niño.
- Sí, mojito - contestaba el Turco.
- Dice si le puede fiar una botella - preguntaba el niño.
- ¡No la ha dicho que no la hay! - exclamaba el Turco enojado.
Ahí comenzaba la parte musical donde la letra decía algo así:
"No la hay dijo el paisano Julio, la alpargata blanca, porque yo no tengo aquí... la negocio bien plantada porque se ha clavado con un pagaré..."
Eso, en aquellos años, lo deben haber canturreado hasta los perros.
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