sábado, 14 de mayo de 2011

"Cuando yo era chico... " (Pag. 1 a 20)

- RUBÉN ANTOLÍN HEREDIA -

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Mis Abuelos Paternos Rafael Antolín y Carmen Guillén
Mis Abuelos Maternos Ramón Heredia y Dominga Caldas

3° Grado - Escuela Capital Federal N° 2
Cuando yo era chico...

Yo debo haber tenido dos o tres años. Estaba agachado, seguramente no mucho, mirando a mi padre por debajo de un auto de color oscuro. Él vestía mameluco azul y estaba haciendo algún arreglo a ese vehículo, parado en el fondo de la fosa.
Ese recuerdo es el más lejano en el tiempo que he logrado resucitar de mi memoria. Hoy sé que ese lugar era el taller que aún hoy existe junto a la casa de mis padres. Ese momento debe haber estado situado entre los años 1951/52. He regresado mentalmente a ese instante y he extendido los brazos buscando en los alrededores. No hay nada, todas las imágenes de esos, mis primeros años, que a veces confundo con recuerdos genuinos, han salido de viejas fotografías y se han fundido con la realidad.
Tengo otra imagen, que deduzco algo posterior: Héctor, mi hermano menor, vestido con lo que en ese momento se llamaba un bombachón, que era, según creo recordar, una especie de pantalón corto, amplio, para dar espacio al pañal, con puños elastizados y tiradores. Esa ropa era blanca. Estábamos por salir a algún lugar con mi madre y la esperábamos junto a la puerta trasera de la casa. Eso debe haber sido en el año 1953, pues mi hermano, nacido en el 51, ya caminaba.
Luego aparece Aldo, mi otro hermano, tres años mayor. Seguramente el año y pocos meses que me separan de Héctor hicieron que mi infancia se desarrollara en un ámbito de complicidad más cercano a éste. Aldo, a nuestra vista, siempre fue un viejo, tanto cuando empezó la escuela primaria, a los seis, como cuando, ya muy anciano, con doce o trece años, fue internado en el Colegio Santo Tomás de Aquino, en Rodeo del Medio, Mendoza. Allí terminó la primaria y comenzó la secundaria. Pero esa es otra historia que llegará más adelante. Sigamos con los primeros recuerdos y ya ubicados en el tiempo, definamos el lugar.
Nuestra casa paterna está situada sobre el margen oeste de la Avenida Libertador Norte, a la entrada de General Alvear. Esta Avenida se superpone con la ruta 143 que de norte a sur cruza la ciudad. En nuestro sector, en aquellos años, esa ruta estaba bordeada al lado este por un canal y una alameda. Frente a mi casa, en diagonal, a unos cien metros, comienza, la calle Chacabuco. Actualmente esa calle es el desvío del tránsito pesado. En ese entonces todo era tierra y la mayoría de las calles estaban acompañadas a ambos lados por acequias y arboledas. (Acequias por las que, en verano, corría abundante agua de riego. Hoy sólo cumplen la función de desagote en casos de lluvia.)
Allí, donde comienza la calle Chacabuco, en la esquina sureste, estaba la casa de mi abuelo materno. Y hacia el Norte, a cien metros, en la esquina oeste, donde nace la calle Uspallata, vivía mi abuelo paterno. Es decir, tenía unos abuelos a cada lado, a una distancia similar que, en ese entonces, se consideraba muy cercana. Aquí, el lector que no conozca nuestra familia deberá perdonarme que incluya un pequeño árbol genealógico que prometo no pasará de mis bisabuelos. Si nadie lo ha dicho aún, lo digo yo: un ser humano no es nada por sí mismo, se debe a por lo menos dos generaciones anteriores a las que está firmemente ligado y debe recordar siempre. Allí deberá buscar todos sus rasgos negativos
 y agradecer los positivos. El que no lo crea así deberá hacerse revisar por un veterinario, pues seguramente pertenece a una raza híbrida.
El padre de mi mamá se llamaba Ramón Pellegrino Heredia. Nació posiblemente en Santa Fe, en un fortín sobre el río Paraná. Su madre, Juana Nogués, había quedado huérfana en la frontera Vasco Francesa y fue traída al país siendo bebé por una familia que llegó a vivir a ese fortín. Su padre, Gregorio Heredia, era mestizo, hijo de una criolla y un indio de una raza del lugar que lamentablemente desconozco, pero al que le agradezco los genes que me unen a esta tierra.
Mi abuela materna era Dominga Caldas. Hija de Joaquín Caldas, español, inmigrante, y Dolores Aguilar, criolla.
Mi abuelo Ramón Heredia, después de haber vivido en otros puntos del país, formó su familia en Huinca Renancó, ciudad cordobesa cercana al límite con la Pampa. Luego, y siempre detrás del trabajo, recorrió distintos pueblos del sur de las provincias de Córdoba y San Luis y llegó a Montecomán. Repartidos en esos lugares donde la familia vivió, fueron naciendo sus once hijos: Ricardo, Elsa, (mi madre), Alicia, Martha, Amalia, Enriqueta, Joaquina, Mercedes, Juana, Leonor y Roberto. (Roberto tenía mi edad y también falleció recientemente.)
Mi abuelo Ramón era, para nosotros, el abuelo gaucho. Vestía bombachas, usaba sombrero y andaba a caballo o en sulky. Como dije, había vivido y trabajado mucho en el campo, en unos años en que la mayoría de las cosas se hacían a mano. Llevaba mucho cansancio en sus huesos y cuando llegó el momento de envejecer ese desgaste se hizo notar en su salud.
Mi abuelo paterno se llamaba Rafael Felipe Antonio León Antolín Sebastián. Con todos esos nombres es fácil adivinar que era español; había nacido en el año 1890 en un pequeño pueblo llamado Tahal, en la provincia de Almería. - Hace poco estuve buscando en Internet datos de ese pueblo. En momentos en que escribo esto, año 2005, tiene 492 habitantes. No quiero pensar cuántos habrá tenido cuando mi abuelo era niño.
Sus padres, mis bisabuelos se llamaban Ramón Antolín y Celia Sebastián. En esos años (1906) España estaba en guerra con Cuba. Los jóvenes españoles que eran enviados a pelear a ese lugar tan lejano, no regresaban. Mi bisabuelo, ante la posibilidad de perder a su único hijo en una guerra con la que seguramente no estaba de acuerdo, lo subió a un barco y lo envió solo hacia América. Tenía apenas diecisiete años y jamás volvió a ver a ninguno de sus parientes españoles. Al poco tiempo de estar en la Argentina comenzó a trabajar en el ferrocarril San Martín, en la línea que llegaba a Montecomán y pasaba hacia San Rafael. Una vez allí y después de alternar en distintos trabajos, eligió a esta tierra, según él tan parecida a la suya, para quedarse y fundar su familia.
Pero todavía estaba solo. Supo de algún modo que a San Rafael habían llegado unos inmigrantes apellidados Guillén, que casualmente provenían de su mismo pueblo, Tahal, ya nombrado. (Posteriormente esa familia Guillén se radicó en la zona de La Olla, a 11 kilómetros de mi ciudad, donde una calle eterniza su apellido.) Fue a visitarlos, de un modo que desconozco, en una época en la que seguramente no había colectivos. Y allí se encontró con Carmen Guillén, la que sería mi abuela. Se conocían de niños y el destino los había unido aquí, a miles de kilómetros de su tierra natal. Posiblemente para mi abuelo eso haya sido una señal. Vivieron juntos y felices hasta la muerte de mi abuela, dejando cinco hijos: Ramón (el mayor y mi padre), Celia, Juan, Rafael y Joaquín. Hoy, año 2005, todos han fallecido.
La imagen que me ha quedado de mi abuelo Rafael es la de un viejito petiso y algo gordito, canoso, de rostro sonrosado, podando la viña o injertando, caminando por el callejón de su finca, manejando su jeep, (un peligro) y finalmente, por mucho tiempo, sentado en una silla mecedora en el frente de su casa, simplemente viviendo. O tal vez esperando. Allí estaba, infaltable, todas las tardes, en la esquina de la Avenida Libertador Norte y Uspallata, mirando pasar la vida de los otros y seguramente recordando esa España que no volvió a ver jamás.

Ya dije que mi casa estaba sobre una calle importante pero, como la mayoría de entonces, era de tierra apisonada. Aunque siempre estuvo proyectada del amplio ancho que hoy ostenta, la Avenida Libertador Norte, en ese momento era angosta, con una banquina de varios metros que la alejaba de las pocas casas que había en ese sector, a siete cuadras del centro. El asfalto llegó siendo yo muy niño, pero sólo cubrió, en forma muy angosta, el sector central, apenas para dar paso a dos vehículos en sentidos opuestos.
El frente de la finca que daba a la citada Avenida Libertador San Martín fue dividido por mi abuelo en cinco lotes iguales destinados uno a cada uno de sus hijos. Mi padre, el mayor, fue el primero en casarse y obtuvo el primero, comenzando desde el sur. En un principio, mientras se construía la casa familiar, mis padres vivieron en una pequeña casita construida a pocos metros de la casa de mis abuelos. Allí nació mi hermano Aldo y en octubre de 1949, llegué yo. Dos meses más tarde, en Navidad, los cuatro nos mudamos a la nueva casa, en la ubicación actual.
Dejamos momentáneamente el relato familiar y vamos con algunos recuerdos que han comenzado a aparecer entre las cenizas del pasado:
El matadero de vacas estaba sobre la ruta 188, en el cruce con la calle cinco. Allí iban a parar los animales que, una vez faenados, se consumían en las carnicerías locales y de la zona. Mi abuelo Ramón trabajó alguna vez en ese lugar. Creo que fue en ese trabajo que recibió una patada de caballo en la cabeza que casi lo mata. Me parece verlo, en la cama, con una toalla mojada sobre la frente, seguramente la única asistencia que recibió. Pero el recuerdo que hoy regresa a mis ojos es el de las tropas de vacas que pasaban frente a mi casa. En esos años, ése era el único modo de trasladarlas desde el campo, ya fuera con destino al matadero o hasta la estación de ferrocarril. Para nosotros, a pesar de que ese hecho debe haber ocurrido por lo menos una vez a la semana, ver pasar esas tropas de vacas, era un suceso similar a la llegada de un circo.
El primero de los tres hermanos que a lo lejos advertía la polvareda, entre los silbidos y órdenes de los arrieros, desesperando a todos los perros de la zona, corría alertando a los otros dos al grito de:
- ¡Las vacas! ¡Las vacas! ¡Vienen las vacas!
El más osado, jugándose la vida (a nuestro entender) cerraba el amplio portón que entraba a nuestro patio, a veces con esos terribles animales a escasos metros de distancia. Luego nos subíamos a la seguridad de la verja, de un metro sesenta de altura, y desde allí podíamos ver pasar a nuestro lado a estos inmensos cuadrúpedos, mugiendo y abarcando todo el ancho de la calle y las veredas, cansados de caminar vaya a saber desde dónde y mirándonos con desconfianza con sus grandes ojos negros.
A veces su llegada era inadvertida y alguna vaca equivocaba el camino y entraba a nuestro patio delantero. Desde lugares seguros, donde trepábamos como gatos espantados, veíamos cuando alguno de los troperos, allá arriba, casi tocando el cielo, sobre ese caballo gigante, la seguía y la arriaba nuevamente hacia la tropa.
Como dije, para nosotros ese acontecimiento tenía una importancia similar a la de un circo, y esas pobres vacas una peligrosidad comparable a la de los osos polares que muchos años después pude ver de cerca en el Circo Orlando Orfei.

Mi padre tenía una chatita, así se denominaba a las camionetas de esos años. Todas las marcas diseñaban sus modelos muy parecidos, una tendencia que hoy ha retornado y se da entre los vehículos actuales.
La chata de mi padre era marca Rugby, de apariencia muy similar al Ford A, aunque de mecánica algo más refinada. Él fue el primero de la familia que llegó a comprar un vehículo y su elección no fue casual: a mi padre le encantaba la caza. Los inviernos de mi infancia eran sinónimos de cacería, más específicamente entonces, cacería de guanacos. En ese momento y por décadas, esas expediciones se realizaban al Cerro Nevado, a un centenar de kilómetros de mi ciudad, por huellas y senderos que a veces sólo mi padre o algunos de sus acompañantes conocían. Llegaban en esa chatita Rugby hasta donde el paisaje se los permitía, casi siempre un puesto de gente amiga, y luego, a caballo, salían a buscar las tropas de guanacos. En algunas oportunidades acampaban sobre la nieve o eran sorprendidos por ésta en pleno campo. Y aquí aparecen imágenes lejanas, hoy renovadas por medio de las viejas y pequeñas fotos en blanco y negro que cuido como lo que son, un verdadero tesoro para cualquiera de los tres hermanos. Allí está mi padre, mis tíos y sus amigos, cual guerrilleros de Afganistán, con gruesos camperones de cuero, botines militares y gorras de piel con orejeras, posando con sus armas junto a la "camioneta", cargada con algunos guanacos. Al evocar esos momentos me parece estar oliendo el perfume a "campo" de mi padre, a una hora indeterminada de la noche, despertándome con un beso, raspándome con su barba de dos o tres días, (terror de los peluqueros que debían afeitarlo) y diciéndome:
- Ya volví.
- ¿Cuántos cazaste? - preguntaba yo entreabriendo los ojos.
A veces eran sólo uno o dos, pero la mayoría de las veces pasaban de cinco. (Más adelante la cifra ascendería.)

(Fotos Viejas familiares en: 
  https://www.facebook.com/media/set/?set=a.1418266210100.2056650.1035962185 )
A la mañana la fiesta comenzaba. Lo primero que hacíamos, sin desayunar, era correr al galpón a ver los guanacos. Allí estaban, sobre el piso de cemento, esperando ser repartidos y luego despostados para su destino inmediato: chorizos. El olor característico del tomillo, pegado a la lana de estos animales, se ha eternizado en mi nariz y cada vez que lo percibo, ya sea en el campo o en cualquier lugar, puedo ver claramente a los guanacos, inmensos y anaranjados, con sus ojos negros, ya opacos, y sus largas pestañas, muertos para siempre sobre el piso de cemento del galpón. En esas excursiones también caían avestruces, liebres criollas (maras), vizcachas, piches y todo bicho que caminara y se cruzara en la huella.
A veces ayudábamos a los que cuereaban teniendo alguna pata o, más valientes, una oreja. Todo lo relacionado con la cacería era sensacional para nosotros. Las armas que descansaban apoyadas en la pared, hasta que eran limpiadas, aceitadas y guardadas en sus fundas, los grandes "monos", que así se denominaba a los elementos de cama, a veces bolsas hechas con cueros de ovejas y otras simples atados de frazadas. Y el cajón con tapa donde mi padre llevaba las provisiones, literalmente saqueado por nosotros en busca de alguna olvidada tableta de chocolate.
No exagero si digo que para nosotros el Cerro Nevado era el África salvaje e inexplorada y mi padre una especie de Búfalo Bill que nos traía comida.
Reconozco que, posiblemente, las cacerías de mi padre (Y las nuestras, algunos años después) deben haber contribuido al desequilibrio ecológico, en esos años desconocido, de esa amplia zona natural. Pero debo decir también, si se me permite una defensa, que en mi casa jamás se tiró un solo kilo de la carne obtenida en esas salidas. En la misma mañana siguiente a la llegada de uno de esos viajes, se repartían los guanacos entre los que habían participado del viaje. Mi padre, de la parte que le correspondía, separaba las piernas y las paletas, para hacer chorizos, y algunos lomos, para las milanesas incomparables que hacía mi madre. El resto lo regalaba. A veces era a empleados de la fábrica, otras veces a gente humilde (en ese entonces y por mucho tiempo sin ninguna asistencia social) que se acercaban a pedir. De algún modo, la noticia del regreso de mi padre, se conocía y se hacía circular. Recuerdo a chicos en pantalones cortos, calzados con alpargatas, pisando la nieve en la entrada de mi casa, preguntando si teníamos algo de carne de guanaco. Y también recuerdo el placer personal que me daba envolver algún trozo, entregarlo a cambio de una sonrisa, y sentir que, al menos por ese día, estaba ayudando a alguien. Esos recuerdos y otros similares me cuentan que en ese entonces la palabra "pobreza" y “miseria” tenían un significado más definido. Por suerte, con la creación y aplicación de distintos planes sociales, esos años parecen haber pasado. (Les perdono que generalmente sean usados políticamente porque su inexistencia sería peor.)
Al oscurecer, despedazado sobre un mesón levemente inclinado, sólo quedaba la carne que se iba a usar en los chorizos. Allí era dejada toda la noche largando el agua. A esa carne luego se le agregaría tocino de chancho. Al anochecer del día siguiente todos los chorizos estaban colgados en el techo del galpón.
Voy a hacer una breve referencia a esto. Hace muchos años que me he prometido no volver a matar jamás un guanaco y así ha de ser, no seré yo quién apriete ese gatillo. Pero no he podido borrar de mi boca el exquisito sabor de esos chorizos secos que se hacían en mi casa, como tampoco el de las milanesas que hacía mi madre con la carne de los lomos. 

Segura e inevitablemente gran parte de este libro va a estar poblada de anécdotas que contienen o nombran a mi padre. Fue el primero en partir, el hombre más bueno y comprensivo que llegaré a conocer en esta vida; pero no es sólo eso lo que me lleva a escribir sus cosas. Nosotros somos tres hijos varones y era lógico que nos identificáramos con él y tratáramos de seguir sus pasos. Así fue que todos, en mayor o menor medida, heredamos la afición por las armas, la cacería, la mecánica y todo lo que fuera acumular conocimientos sobre los temas más diversos. Mi padre sabía mucho, pero lo que no sabía lo aprendía junto a nosotros. Investigaba y leía mucho y tenía una memoria increíble que en parte creo haber heredado. El siglo avanzaba rápidamente y cada día aparecían nuevas cosas que conocer, entender e incorporar a la vida.
Cuando mis padres se casaron, él trabajaba en el taller mecánico de Don José Cagliero, en Alvear Oeste. (O Pueblo Luna.) Hasta allí se trasladaba todos los días en bicicleta, por calles de tierra sin mantenimiento. Luego pasó a trabajar en la agencia Chevrolet, de Velasco y Domper, sobre las calles Belgrano y Paso de Los Andes. Antes de construir la que sería nuestra casa familiar, al norte de ese lote construyó un galpón y abrió su propio taller mecánico. Se asoció en el trabajo con su gran amigo, posiblemente el mejor, su hermano de toda la vida, Don Ángel Díaz. Ángel trabajaba hasta entonces en la Cooperativa Eléctrica. De idénticos gustos y una coincidencia total en todo, llegado el momento, ambos compraron chatas similares, primero marca Rugby. Luego, simultáneamente, las cambiaron por Baqueanos Ika y finalmente, también en el mismo instante, por Gladiator, de la nombrada marca Ika.
Aunque Ángel siempre fue y será - vivo o muerto y reencarnado - eternamente fanático de la marca Chevrolet, (de la cual luego tuvo otros vehículos), en ese momento la fabrica Ika (Industrias Káiser Argentina, hoy Renault) era la única que ofrecía vehículos doble tracción, más aptos para los caminos del campo.
Yo lo recuerdo a Ángel siempre cercano a mi casa, como un tío más, algo bajo, gordito y serio, aunque de aspecto buenísimo, siempre con mameluco, un excelente ser humano a quién agradezco la gran amistad que tuvo con mi padre en vida y que permanece inalterable en los que quedamos. Desde la partida de mi padre he evitado ir a verlo. Esa pérdida está intacta en mí y no puedo ni siquiera pasar cerca de la casa de quién fue su amigo más querido sin revivir ese dolor. Vaya como una disculpa y una justificación de mi ausencia a esa familia que sigo queriendo como a la mía.

Antes de salir de las actividades propias del invierno recordaré los carneos. Aunque la computadora me marque un error en esta palabra, así se le llama en Argentina al hecho de matar uno o más chanchos y transformarlos en chorizos y jamones. En eso las tareas se asemejan o son iguales en gran parte a lo ya relatado sobre el aprovechamiento de la carne de guanaco. Las diferencias están en otra parte. Los pobres chanchos, que creían haber nacido en la nobleza por la cantidad de comida que se les estaba dando en los últimos meses, despiertan una mañana frente a unos hombres que quieren afeitarles el cuello. Lo único que pueden hacer es gritar. Y lo hacen estridentemente. En los fríos inviernos de mi niñez era común por las mañanas escuchar los gritos lejanos de los chanchos que se estaban matando. Los carneos, hoy derivados casi exclusivamente a las fincas, antes se llevaban a cabo en casas que a veces estaban a pocos metros de la avenida central.
Esta anécdota ocurrió cuando nosotros ya teníamos doce o más años, pero al ser relativa a uno de esos carneos, debo incluirla aquí.
Una mañana en que mis padres estaban preparando todo para carnear, tuvieron la mala idea de pedir nuestra ayuda. En mi casa estaba uno de nuestros amigos, Juan Carlos López. Juan Carlos ha sido siempre un hermano más. Lo nombro porque considero que también debe hacerse responsable de su participación en los hechos que paso a relatar y en otros que piadosamente omitiré: Como decía, nos pidieron que mantuviéramos caliente el gran tacho de agua que se usaría para pelar los chanchos, después de muertos. Nuestra tarea era mantener el fuego con bastante leña debajo del gran tacho que ya había comenzado a hervir. Mientras tanto mi padre y sus ayudantes salieron en la camioneta hacia una finca cercana a buscar los chanchos que le había comprado a un señor de apellido Salice. Nos quedamos solos, mirando el fuego y agregándole leña innecesaria. Hasta que comenzamos a aburrirnos. Para calentarnos y distraernos, íbamos y veníamos, inquietos. Subimos a la gran pila de leña, amontonada contra la medianera que daba a la casa del vecino. Del otro lado, junto a esa pared, había un pequeño gallinero. En la casa vecina todo era silencio y parecía no haber nadie.
Alguien propuso:                           
- ¿Y si les echamos un poquito de agua caliente a las gallinas?
Subimos a la pila con un balde humeante y lo vaciamos sobre las aves. Por lo visto, a pesar de hacer mucho frío, a las gallinas la temperatura del agua les pareció algo elevada, porque cacareaban y saltaban hasta alturas nunca vistas.
- Para que no les haga mal, ahora vamos a echarles agua fría - dijo otro, con buen criterio.
Les vaciamos encima un baldazo de agua a poco más de cero grado, como salía de la canilla en esa fría mañana de julio o agosto. Las gallinas parecieron reponerse un poco, pero pronto calculamos que ese agua fría tal vez podría resfriarlas. Otra vez les echamos agua hirviendo y otra vez ellas a saltar agradecidas, o tal vez molestas, no podíamos entender sus fuertes cacareos. Así, subiendo y bajando de la pila de leña y alternando las temperaturas, fuimos gastando toda el agua del tacho destinado a pelar los chanchos. Cuando mi papá llegó con los animales listos para matar, nosotros estábamos llenando nuevamente el tacho. No recuerdo qué excusa pusimos, pero seguramente no dijimos la verdad. Del otro lado de la medianera, las gallinas, a medio cocinar, seguían cacareando. Tiene razón, éramos unos salvajes, por suerte crecimos...
Volvamos a la parte histórica, inevitable para entender algunas de las anécdotas que irán surgiendo. Como pronto advertirán, el orden de las anécdotas no será cronológico.
Cuando yo tenía unos cuatro o cinco años, mi padre se unió a sus hermanos en la actividad que estos habían continuado de mi abuelo Rafael: secadero y empaque de frutas de la zona. Mi tío Juan aún no se había instalado en Buenos Aires, pero viajaba permanentemente en tren llevando consigo esos productos. Esa empresa (Antolín Hermanos S.A.), creció rápidamente y en pocos años llegó a ser en su rubro la más importante del departamento. Así fue que en algún momento, ya en la escuela y con unos diez años, alguien me dijo que yo "era rico". Yo no había advertido nada que me hiciera pensar en esa posibilidad. En ese entonces no había televisión para nadie, en casa teníamos una radio a válvulas, similar a las que había en casi todas las casas. Recientemente habíamos comprado lo que se llamaba un tocadiscos. Hoy le llamaría una bandeja giradiscos, porque de eso se trataba. Se conectaba a la radio por la entrada auxiliar y se podían escuchar hasta el hartazgo los discos 33, 45 o 78 r.p.m. que comenzamos a comprar. (Creo que los long plays aún no existían.)
Hasta hacía poco tiempo mi madre había estado cocinando en una cocina a leña que luego fue reemplazada por la que aún hoy tiene, Marca Orbis, de un enlozado eterno. La de leña era de fundición, enlozada en color amarillo, y en invierno también servía de estufa. Si yo tuviera un peso por cada kilo de dulce o cada torta frita que mi madre hizo en esa cocina...
No había agua corriente en ese sector de la ciudad, el agua potable que tomábamos era traída desde la municipalidad por un camión tanque que llegaba semanalmente. La descargaba en una pileta de cemento que aún existe, junto a la casa, y desde allí, con un bombeador, era subida al tanque del techo.
También teníamos un teléfono; estaba en una tabla lustrada, ubicado contra la pared. Para hablar había que levantar el tubo y ponérselo en el oído, (el micrófono quedaba fijo en el aparato), luego se le daban tres vueltas a la manijita que tenía a la derecha, la operadora atendía y preguntaba:
- ¿Número?
Uno le decía el número y en un momento le contestaban. Para hablar a larga distancia siempre había "demora". Podía ser quince minutos o dos horas, según la cantidad de gente que estuviera intentando hablar por esa línea. Los únicos números de aquella época que recuerdo son el 495, de mi casa y el 409, del escritorio de la fábrica. Luego se les fue agregando delante el 3, el 2 y el 4, en ese orden.
Teníamos una heladera "a hielo". (Hoy se la llamaría conservadora.) No tenía equipo de frío; funcionaba poniendo en la parte superior una barra de hielo que comprábamos en la Cooperativa Eléctrica. (En ese entonces se denominaba "La Usina") Íbamos a buscarla en la chatita Rugby, toda la familia, generalmente a la tardecita, cuando mi padre regresaba de la fábrica. Dos mayores y tres niños en una pequeña camioneta, similar en tamaño a una Ford A. Mi hermano menor se sentaba en un pequeño tronco de álamo cortado a su medida y ubicado en el pequeño espacio que quedaba al lado de las piernas de mi madre. Aldo y yo entre medio de mis padres, esquivando la palanca de cambios hasta que mi papá lograba poner la tercera. A la vuelta nosotros tres íbamos atrás, sentados sobre la barra de hielo, congelándonos los intestinos. Durante el regreso a casa tratábamos de arrancar un pedazo de hielo para chupar. Ése era nuestro gran placer, no nos hacían tanta falta los helados.
Unos años más tarde cambiamos esa heladera por una eléctrica. Las vendía mi tío Joaquín, en un negocio que se llamaba Finanfor y estaba ubicado junto a la Ferretería Bergós. Hoy, esa heladera eléctrica, marca Cordex, con cincuenta años encima, también está intacta y funcionando perfectamente en la cocina de mi madre. ¡Qué diferencia con la calidad de los productos que hoy se pueden comprar!
Pero no entendí, y me molestó, cuando me dijeron, con un dejo de envidia, que yo "era rico". Como ya dije, en ese entonces existía una pobreza distinta, que comenzaba en un escalón muy bajo, pero así y todo, creo recordar que nuestro modo de vida no era tan distinto al de la mayoría.
Recuerdo que al llegar a casa se lo pregunté a mi padre y la sonrisa comprensiva con que me respondió:
- No. Aquí, en el pueblo, puede ser que tengamos algunas pocas cosas que otros no tienen, pero eso no es ser rico. Vos no tenés que pensar en eso...
No lo éramos, nunca lo fuimos. Quizá, como dijo mi padre, comparados con las familias que vivían de un empleo - muchas de ellas en nuestro secadero - o con la familia del niño que me lo dijo, yo era el hijo de un potentado, que hasta tenía una chatita Rugby. Pero nunca lo sentí así, ni en ese momento ni más adelante cuando realmente nuestra empresa prosperó, se hizo grande y nos permitió algunos pequeños lujos de clase media alta. Jamás me sentí distinto por lo que circunstancialmente pudiera llevar en el bolsillo; quienes me han conocido saben que es así. De mi infancia conservo a muchos amigos que conocí humildes; felizmente, la mayoría de ellos hoy tienen una situación económica mejor que la mía.

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Volviendo a la calidad de los artefactos de antes, recuerdo ahora cuando mi padre apareció en casa con un extraño y avanzado aparato. Se llamaba "licuadora" y era algo extraordinario. Al regreso de la escuela era infaltable en la mesa el gran vaso de leche con banana. En ese entonces solíamos tomar ese trago solamente en las confiterías La Polonia o Ros Mary, algún domingo a la tarde, a la salida del cine, o cuando viajábamos a San Rafael o a la ciudad de Mendoza. Pero desconocíamos que el misterioso aparato que lo fabricaba se vendiera para uso doméstico. Esa licuadora aún existe en casa de mi madre y es otro artefacto que funciona perfectamente, con casi cincuenta años encima de sus rodamientos y motor.
Otro trago muy solicitado en la época era el famoso "submarino". Tenía una receta muy complicada, seguramente obtenida descifrando con mucho trabajo un antiguo papiro. Consistía en introducir una barrita de chocolate en un vaso de leche que podía estar fría, tibia o caliente, según la estación del año, y hacerla girar con una larga cucharita hasta que se disolviera. A nosotros nos encantaba, pero "ése que se tomaba en la confitería", en la casa raramente lo preparábamos.
Recordando aparatos en su momento realmente novedosos, ya nombré el "tocadiscos" y antes de continuar quiero dejar aquí el nombre de dos de los primeros discos infantiles que tuvimos: "Oh, Susana" y "El Real y Medio". Estoy seguro que esos discos se consumieron en su ley, gastados por la púa hasta desaparecer. Simplemente no descansaban. 
Aunque llegó más tarde, viene ahora a mi memoria el grabador Gelosso. El pequeño grabador a cinta abierta fabricado para el uso casero. Según la publicidad tenía múltiples aplicaciones y era "imprescindible para el estudio". El nuestro jamás fue aprovechado con ese fin tan vil, nosotros lo usábamos sólo para jugar o para grabar música. No tenía mucha fidelidad, especialmente debido a su pequeño parlante, pero a nosotros nos parecía estereofónico. Creo que mi hermano Aldo posee todavía el que fue nuestro. Yo tengo uno que perteneció a mi tío Joaquín y funciona perfectamente.

Una familia que estuvo siempre muy ligada a la nuestra fue la familia Krömer. Pocholo y Chola, los dos hermanos mayores, eran muy amigos de mis padres y fueron elegidos como mis padrinos de bautismo. Pocholo falleció cuando yo era un niño. En los últimos años se le han unido sus hermanos Chola y Ricardo, su sobrino Ricardito y su madre, Doña María, quedando actualmente, de toda esa gran familia que conocí, sólo Raúl, el menor de los hermanos. Relacionado a esta familia tengo recuerdos muy nítidos, especialmente de las fiestas de fin de año que solíamos pasar con ellos en casa de Don Sañudo, ubicada en el cruce de la calle Granaderos y Avenida Libertador Sur, donde hoy hay una estación de servicio. En esa casa, en ese momento rodeada de finca y hoy oculta por otras construcciones, se juntaba una cantidad increíble de gente. Al anochecer del 24 o el 31 de diciembre, familias muy numerosas llegaban y llegaban y se iban integrando al grupo. Todos parecían ser parientes o muy amigos y eran recibidos con efusividad. Mientras tanto, en un mesón ubicado en el amplio patio, las encargadas de armar y cocinar empanadas no tenían tregua. En otro sector, cercano a unos olivos, estaban las parrillas, repletas de carne de vaca, lechones y chivos. Don Sañudo, el anfitrión, tenía una voz ronca y un hablar algo apurado que también ha permanecido indeleble en mi memoria.
Después de cenar, como si fuera la última vez, a las doce de la noche comenzaban los petardos y las cañitas voladoras, en cantidades industriales. Cuando se terminaban, cruzábamos la calle en diagonal y reponíamos el arsenal en un kiosco ubicado en el mismo lugar donde hoy se distribuyen en forma mayorista. Y luego, para los mayores, el baile hasta que saliera el sol. Nosotros, cuando el sueño nos vencía, dormíamos un rato en la camioneta y reaparecíamos a cualquier hora de la madrugada, refregándonos los ojos y pidiendo otra taza de clericó.
Al mediodía siguiente recomenzaba todo. Los mesones no habían sido desarmados y almorzaba allí una cantidad de gente similar a la de la noche anterior.
Tanta gente amiga, tanta gente buena, tanta gente que pasó y se fue...

Con el verano llegaba la pesca. En el río o en las lagunas cercanas. Con anzuelo y lombriz o con arpones o "pinchos". De este último modo llamábamos a unas especies de grandes tenedores que se fabricaban con cuatro o cinco anzuelos. (Para tiburones, de diez centímetros de largo.) Estos anzuelos eran enderezados a fuego y, en grupos de cuatro o cinco, unidos a una distancia de dos centímetros entre sí. Luego se los fijaba, a rosca o con soldadura, en la punta de un caño de luz, "de los de antes". Ése arpón múltiple era lo que se usaba para pescar (o cazar) generalmente carpas. Nosotros éramos niños y nuestra tarea consistía en ir guardando en una bolsa lo que los mayores "pinchaban", generalmente en alguna laguna, caminando dentro del agua, si había poca profundidad, o desde un bote, en los sectores más hondos.
Una mañana, yo estaba practicando con uno de esos arpones, haciendo puntería contra un pequeño sauce que crecía en el patio de mi casa, mientras mi hermano Héctor, a una distancia de unos dos metros, estaba jugando a otra cosa.
Sí, adivinó, el arpón pegó de costado en el sauce, se desvió y fue derecho al tobillo de mi hermano. Tuvo que venir mi padre desde la fábrica a extraérselo, ya que había entrado en la carne una de las lengüetas que dificultan que los peces escapen. Por suerte fue en el tobillo.
A veces, los días domingos a la mañana, salíamos en familia. No me refiero a una sola familia, sino dos, tres o más, con todos los hijos, (en ese entonces numerosos) con algunos vecinos o amigos, sobre camionetas y camiones, con mesas, sillas y hasta camas. El lugar elegido podía ser el Rincón del Indio, la Toma de San Pedro, el puente del Río Atuel, o cualquiera de los muchos lugares que había sobre su costa, en una huella que lo costeaba desde el puente hacia el norte.
En ese entonces la costa del Atuel era la costa de un río, naturalmente poblada de sauces y otros árboles. Algunos años después pasaron las máquinas canalizándolo en forma recta, dejando de lado esos lugares hermosos que la naturaleza se había esmerado en crear para los hombres.
(Mientras escribo esto mucha gente está trabajando en un canal de cemento destinado a encausar lo que queda de mi río hasta la localidad de Carmensa. Y el río Atuel será solamente agua que pasa.)
Otros lugares elegidos solían ser algunas de las tantas lagunas que en ese entonces había en las cercanías de la ciudad, entre ellas la de El Trapal. (Los montes cercanos a esa laguna también tenían otros usos que no debo ni puedo abordar en este libro.)
A veces, en verano, se armaba un gran toldo, generalmente al lado de un camión y allí abajo se instalaban las mesas donde se comería, juntando lo que todos habían traído, que puedo asegurar era mucho. Inmediatamente de llegar al lugar, cerca del agua, ya fuera del río o de una laguna, se hacía un pozo cuadrado, aproximadamente de un metro por un metro. Ese pozo se profundizaba hasta que se llenaba de agua. (Por estar en la costa, con cincuenta o sesenta centímetros alcanzaba.) Esa era la heladera y allí se ponían al remojo las botellas o damajuanas de vino, la sidra o lo que se hubiera llevado para tomar. Llegada la hora de regresar, nosotros, los sátrapas, nos encargábamos de tapar ese pozo con ramitas transformándolo en una trampa para los desprevenidos que llegaban al día siguiente.
Esas salidas, para todos los niños del grupo, significaban una libertad distinta que aprovechábamos cada segundo recorriendo las cercanías hasta el último centímetro cuadrado y desesperando a todos los animales de la zona. Ya dije que nuestro instinto cazador era muy acentuado y nuestras hondas no perdonaban pájaros, roedores, reptiles ni insectos. El olor al barro de las lagunas, rodeadas del paisaje siempre árido y salitroso de mi zona, también ha quedado en mí para siempre. Igualmente todos los niños nos bañábamos en esas aguas dudosas y nos divertíamos como si estuviéramos en Punta del Este.
Por la noche solíamos quedarnos a cenar allí mismo, al lado del agua, y no era raro que la salida terminara en una cacería de vizcachas, siempre cercanas a las lagunas. Previendo eso, mi padre solía llevar una mochila especialmente diseñada para cargar una batería de automóvil en la que se conectaba un reflector. Una vez más nuestra tarea era ir caminando detrás de los que tiraban, alzando las vizcachas que caían y rematando con un palo a las que quedaban heridas. (Más adelante relataré una anécdota relativa a esta práctica.)
Todo ese mundo en el que predominaban las salidas al campo avanzó rápidamente sobre nosotros incorporándonos como protagonistas y muy pronto comenzamos a planear nuestras propias excursiones, ya sea a cazar o a pescar, según la época y la temperatura. Nuestros padres nos daban bastante libertad y nos permitían decidir qué hacer o no hacer con nuestro tiempo libre. De todos modos, ya dije, nuestros gustos raramente diferían de los de ellos. Con doce años ya tirábamos con fusil en el Tiro Federal y antes de esa edad ya cazábamos pajaritos y cuises, con un rifle de aire comprimido en las cercanías de la ciudad, o con uno calibre 22, si estábamos en alguna finca lejana o en el campo. Todos tirábamos muy bien, y cuando digo todos incluyo a mi madre, que con un rifle 22 era capaz de cazarnos vivo un loro o un cernícalo, rozándole el ala.
Estábamos familiarizados con todo lo relacionado con las armas, conocíamos su funcionamiento y, si hacía falta, hasta sabíamos cargar cartuchos de escopeta. También, para Navidad y Año Nuevo, hacíamos nuestros propios petardos con pólvora y bombas que funcionaban con una piedra de carburo, del que usan las soldadoras autógenas. No detallaré el procedimiento de estos juegos tan peligrosos previendo que algún nieto curioso quiera imitarnos y, literalmente, pierda la cabeza.

Hablando de armas y de posibles accidentes, una tarde de domingo se detuvo frente a mi casa un camión de una familia muy amiga. Iban al Rincón del Indio y pasaban a invitarnos. Mientras mis padres hablaban con el dueño del camión, de atrás de este vehículo se bajaron unos amigos nuestros. Uno de ellos traía en las manos un rifle de aire comprimido de calibre 5,5 milímetros. Al llegar a nosotros, junto con el saludo, me apuntó al pecho y me dijo:
- Te pego un tiro.
A continuación apretó el gatillo... y me pegó un tiro.
Yo sentí un golpe bajo la tetilla derecha y un dolor que crecía en mis costillas. Pensé que era por el aire que expulsa el caño del rifle cuando no tiene balín. Mientras me levantaba la remera y veía correr la sangre, escuchaba que el dueño del rifle, espantado, le decía al otro, que aún lo tenía en las manos:
- ¿Qué hiciste? ¡Yo le había puesto un balín!
Un rato más tarde, el doctor Ferdkin, despertado de su siesta de domingo, me sacaba el balín. Por suerte una costilla, que quedó lesionada para siempre, lo había detenido antes de llegar al hígado.
Cuando estuve vendado, alrededor del cuerpo, como un cowboy malherido, fuimos todos al Rincón del Indio a encontrarnos con esta familia. Cuando mi "matador" me vio vivo no lo podía creer.
Ojalá sirva esta experiencia y mi pequeña cicatriz para evitar cualquier chiste similar. A pesar de nuestra cercanía y manejo constante de las armas, teníamos muy claro que jamás debíamos apuntarnos entre nosotros. 

Teníamos conejos, muchos conejos, entre grandes y chiquitos posiblemente veinte o treinta. (Con estos animales, si uno se descuida enseguida tiene un centenar.) Pero los conejos, aparte de su rápida reproducción, tienen otro problema: hay que darles de comer. Comen, proporcionalmente, más que un chancho. Todo el pasto que uno les deje, desaparecerá en una sola noche. Nada es demasiado para ellos y nada debe sobrar. Ése era nuestro trabajo diario: ir a buscarle pasto a los conejos. Alfalfa de la que el abuelo sembraba para su caballo, hinojo que encontrábamos en las acequias, o ramas de sauce, que a la vez les permitía roer los palos, perdonando momentáneamente las castigadas tablas de la jaula.
A veces nos llevábamos algunos de los más mansitos y los largábamos en la alfalfa a pastorear, como si fueran ovejas o chivas. No se iban ni se escondían, saltaban y jugaban entre ellos sin alejarse. Todos eran totalmente blancos y de ojos rojos. Por supuesto, era rara la semana en la que no aparecía en la mesa del mediodía un conejo a la cacerola. Pero eso ya lo teníamos asumido como natural; hoy día, en mi casa, no puedo ni engordar un pollo doble pechuga para Navidad sin que Maki, mi hija, se encariñe con él y me prohíba terminantemente que lo mate. Si del cielo me cayera heredar un campo con mil vacas, tendría mil mascotas más.
Una tarde recibimos la visita de una señora muy amiga de la familia. Venía en una camioneta y traía atrás un gran perro pastor alemán. El perro se bajó y comenzó a recorrer todo el patio, husmeando y orinando todo, como hacen ellos en un lugar que no conocen. Nuestros perros eran más chicos, pero no eran tontos, así que después de unos pocos ladridos apenas para cumplir, desaparecieron de escena. En el fondo del lote, el perro descubrió la conejera, una gran jaula sobre patas de un metro de altura y techada con tablas. Comenzó a gemir desesperado mientras miraba a los conejos. La dueña lo llamó, le ordenó subir a la camioneta y un rato después se fue.
Unas horas más tarde, estábamos cenando y escuchamos ruidos y ladridos de nuestros perros en el fondo. El perro había vuelto solo, había roto la puerta de la conejera y había matado a casi todos los conejos, sólo uno se había salvado milagrosamente escondido en uno de los cajones que usaban para dormir. Fue la única vez que deseé con toda el alma matar a un perro.
Unos días después, a modo de indemnización, la dueña del perro nos trajo una bolsa con cuatro o cinco conejos de los más variados colores. Pero ya no eran los nuestros, blancos como la nieve, con ojos rojos y mansos como cachorritos. Los fuimos comiendo y nunca más volvimos a criar conejos.

Esa vida tan natural que llevábamos hacía que al llegar el anochecer, de uno u otro modo, hubiéramos juntado en nuestros cuerpos una cantidad interesante de tierra. Era la hora del baño obligatorio y a pesar de ser una cosa lógica y natural en todas las casas y en todos los niños, lo he citado para hablar de algo que llegó ahora a mi mente: el champú. El primero que yo recuerdo era usado sólo por las mujeres, en las peluquerías de damas. Los envases de litro se vendían sólo a esos negocios. Luego apareció para todo público, en pequeños sachets o en envases chicos y no muy baratos que se vendían en los kioscos y en las farmacias. Finalmente y por suerte, esos envases grandes, de litro, llegaron a todos. Pero antes de su aparición nosotros nos lavábamos la cabeza simplemente con jabón. Tampoco había enjuague, pero  para los cabellos duros había una solución casera, natural y muy eficiente. Un buen jarro de agua tibia con un chorrito de vinagre. (El olor se va en unos minutos.) Dudo que haya una crema de enjuague actual que iguale la suavidad que dejaba ese procedimiento, seguramente antiquísimo, en el cabello. Y se me ocurre ahora que esa costumbre debe haber tenido mucho que ver en que el problema de la pediculosis, hoy tan común, haya sido entonces algo desconocido o muy raro.
Más adelante se puso de moda un líquido pegajoso que venía en unos envases plásticos semitransparentes. Se le llamaba Spray, seguramente porque se aplicaba pulverizado sobre el cabello. Se suponía que fijaba el peinado y reemplazaba a la conocida "gomina" que perduraba desde los años de Gardel. A mí siempre me pareció una especie de agua con pegamento y colorante.
Los artículos descartables eran raros, al menos en el uso masivo. Había vasos y platos de cartón encerado, pero no recuerdo otros como cubiertos o servilletas en rollo. En las pizzerías las pizzas se servían en porciones y éstas se entregaban sobre trozos de papel de envolver, prolijamente cortados en rectángulos. Seguramente los precios determinaban que a los picnics de entonces se llevaran los mismos cuchillos, tenedores y platos que se usaban en la casa. El plástico estaba en sus comienzos y la mayoría de los juguetes eran de chapa o madera. Se usaba mucho la bakelita, el primer compuesto de ese tipo, creado justamente por un hombre apellidado Bakel. Las bolsas de nylon que hoy nos regalan en el supermercado o en cualquier almacén, eran inexistentes. Se usaban las de papel, que hoy intentan reflotar, con mucha razón, los ecologistas. Esto me cambia el tema recordándome que la mayoría de los alimentos se vendían sueltos, una modalidad re descubierta hace pocos años y presentada como una novedad para los más jóvenes. Harina, polenta, azúcar, yerba, jabón en polvo, etcétera; todo estaba allí, detrás del mostrador, en unos cajones diseñados al efecto, con una gran tapa inclinada que se abría hacia arriba. (Todavía pueden verse en algunos negocios antiguos.) El almacenero tomaba la bolsa citada, de papel blanco o marrón, y la llenaba con una gran cuchara de chapa galvanizada. La leche se vendía en botellas de vidrio tapadas con un corcho o una tapita de cartón pegada en el borde del pico, pero los que vivíamos en las afueras tomábamos la que nos vendía a domicilio el lechero, en nuestro caso Don Emili y otros que el olvido ha borrado. ¡Qué diferencia entre esa leche realmente natural y ese líquido blanco que hoy nos venden con ese nombre! 
Para el que quería andar con el peinado armado durante todo el día, estaba la tradicional gomina, recientemente nombrada. Podía ser Glostora o Brancatto. Además de endurecer los cabellos, los dejaban brillantes; como la Brillantina, otro líquido aceitoso que se vendía con ese propósito.
Hablando de cabello, recuerdo cuando una tarde fui a cortarme a una peluquería que no nombraré porque todavía existe y es muy conocida en mi ciudad.
- ¿No querés que te corte a la navaja? - me preguntó el peluquero.
Yo debo haber tenido doce o trece años y cuando me mostró las fotos que promocionaban ese corte novedoso, me pareció lindo y acepté.
A mí me gustaba Elvis Presley, pero jamás había pensado peinarme como él. Salí de allí con un jopo de unos seis centímetros de alto, endurecido por alguno de los fijadores citados y la aplicación de calor con un secador eléctrico. Me miraba en las vidrieras y me lo aplastaba con la mano, pero cuando lo soltaba volvía a su lugar como un resorte. Nunca se me hizo tan largo un viaje hasta mi casa. Me parecía que los autos frenaban sólo para verme mejor. Llegué y entré corriendo al baño a lavarme. Me había recorrido más de diez cuadras con una mano en la cabeza.

Seguramente por asociación, al recordar una cosa que estuvo de moda, aparece otra, y así acabo de recordar los zoquetes "strech". Así se les llamaba. Eran del tamaño de los zoquetes para bebe, pero al ponérselos se estiraban increíblemente, pudiendo usarlos tanto un adulto como un niño. Creo que incluso venían en un solo tamaño. Aunque hoy se venden unos guantes con el mismo principio, nunca más vi esos pequeños zoquetes elásticos.

En los días en que escribo esto, enero del 2005, una publicidad radial está usando un tema que cantaba Joselito. No sé de dónde lo habrán rescatado. En una época este pequeño enano español fue famosísimo por su voz y por sus películas. ¿Quién que hoy tenga cincuenta o más años no recuerda esa canción que dice? :
- ¿Dónde estará mi vida? ¿Por qué no viene? ¿Qué rosita encendida me la entretiene? Agua clara que camina, entre juncos y sauzales, dile que tienen espinas las rosas de sus rosales, dile que no hay colores que yo no tenga, que me muero de amores, dile que venga...
Eso lo cantaba Joselito, y al nombrarlo he dicho la palabra "enano" porque lo he visto hace pocos años en la televisión española y su pequeña estatura, hoy adulto, me hace pensar en un problema de ese tipo.
También surgió inmediatamente después, otra niña española que cantaba muy bien. Podíamos verla en películas y estoy seguro que enamoró a todos los niños de entonces. ¿Quién no se enamoró de Marisol? Yo sí, y si usted es varón y tiene mi edad, seguramente también.
Siendo muy jovencita se casó con el famoso bailarín Antonio Gades, alias: "El que no sabe elegir".

Hice toda la primaria en la Escuela Capital Federal. En ese entonces hacía sólo cinco años que había sido trasladada al edificio que hoy ocupa. En esa misma escuela, tres años antes, había ingresado Aldo, mi hermano mayor. Ahora que lo cito, puedo recordar cuando, aproximadamente a las cinco de la tarde, junto a mi madre, íbamos hacia el fondo de la casa, donde comenzaba la finca, a esperarlo. Finalmente aparecía, a la distancia, en el otro extremo del callejón, con su guardapolvo blanco, con cara de cansado y llevando casi a la rastra la pesada maleta de cuero. Era un verdadero héroe que regresaba de las cruzadas y así era recibido por nosotros, que aún desconocíamos esos signos que él llamaba letras. (Aún hoy los seguimos desconociendo, la caligrafía de mi hermano sólo era entendida por él y los antiguos etruscos.)
Mi primera maestra de primero infantil se llamaba Velia Estupiñán. Hace poco supe que aún vive en Mendoza, en la calle Belgrano a pocas cuadras de la calle Las Heras. Las maestras de los otros grados han sido de mi ciudad, las cruzo a veces y las saludo pensando que me recuerdan, pero no pregunto. Nunca es bueno saber que uno ha sido olvidado.
Cuando yo entré, el director era un señor viejísimo (debe haber tenido como cuarenta años) que se apellidaba Ferrari. Luego, si mal no recuerdo, fue el famoso maestro Leguizamón, protagonista involuntario de una de las últimas anécdotas de este libro y finalmente, la Señora de Pía.
En esa escuela fui un buen alumno y todo parecía indicar que en la secundaria eso se repetiría. No fue así. Vaya a saber por qué o en qué momento, si bien mi inteligencia estaba intacta y me permitió salvar muchos escollos, el virus de la vagancia se infiltró en mi sangre y desvió mis pensamientos hacia otros horizontes. Pero no nos salgamos de esos años felices.
Entre las cosas que se enseñan en la escuela primaria está el amor por los símbolos patrios. Inexplicablemente, nunca sentí mucha devoción por el escudo, me parecía falto de gracia y, aunque me lo explicaron, nunca entendí bien el significado de ese gorro rojo. Pero la Bandera, la Escarapela y el Himno Nacional ingresaron a mi sangre ganándose mi respeto eterno. Entre las canciones patrias, la Marcha de San Lorenzo, La Marcha de la Bandera y el aria Aurora siguen siendo valoradas por mí tanto por su música como por su letra. Ésta última canción, Aurora, cantada por los niños mientras se iza una bandera me sigue causando la misma emoción que me enseñaron a sentir hace casi cincuenta años. Mis actuales conocimientos musicales me permiten discretamente analizar esas composiciones musicales y advertir la gran capacidad de esos compositores argentinos, por nacimiento o por elección.
En un acto militar de Inglaterra, pasado por televisión hace unos meses, pude ver con satisfacción como esos soldados (alguna vez nuestros enemigos) marchaban escuchando nuestra Marcha de San Lorenzo. Recientemente, buscando en Internet supe que su autor, Cayetano Alberto Silva, era uruguayo y además... era negro e hijo de esclavos. La marcha se hizo famosa (en Europa se considera una de la cinco mejores partituras militares de la historia) y se ejecuta actualmente en los cambios de guardia del palacio de Buckingham. Al terminar de redactar esta oración y siempre hablando de música, vino a mi memoria otra marcha que escuché de fondo en un desfile militar extranjero, también televisado: la Marcha del Chavo. Sí, la misma marchita que se escucha mientras pasan los títulos de ese extraordinario programa para chicos que pienso seguir viendo hasta el fin de mis días. Ejecutada por esa gran banda militar, sólo con instrumentos de viento y percusión, sonaba como lo que en realidad es: una hermosa composición musical que queda bien donde la ubiquen.

No resisto la tentación de dejar aquí el viejo chiste sobre el General Susvín. ¿Quién fue el General Susvín? Pues nada más y nada menos que el más viril y seductor de los militares argentinos. Hasta figura en una canción patria, más precisamente en la Marcha de la Bandera. Recuerde el párrafo:
... con valor sus vínculos rompió...
¿Lo encontró? ¿Qué le parece?

Cuando yo nací los médicos descubrieron que tenía una hernia en cada testículo. (Bromistas abstenerse.) Del lado izquierdo me curé con una especie de soporte elástico de caucho que me mantenía los intestinos en su lugar hasta que la abertura se fue cerrando sola. Pero del lado derecho fue necesario una cirugía. Fue una intervención simple, de la cual hoy no encuentro la cicatriz, ya que entonces tenía sólo seis años. Pero mientras yo estaba en la Clínica Yale, de San Rafael, reponiéndome de esa operación, mi abuela paterna también caía allí, afectada por lo que luego descubrieron era un cáncer óseo que afectaba algunas costillas.
Antes de seguir con la enfermedad que llevó a la muerte a mi abuela paterna quiero destacar un momento feliz durante ese momento dramático que yo desconocía. Cuando salí del quirófano, despierto como había entrado, ya que me operaron con anestesia local, mi padre me estaba esperando con un regaló extraordinario y ciertamente incomparable: ¡Un Pepe Loco! Lo habíamos visto antes de entrar al sanatorio en una juguetería cercana y mi padre seguramente habría advertido el brillo de mis ojos. Yo no sé con qué se puede cotejar hoy la emoción que era tener un Pepe Loco. Veo a los chicos actuales abandonar (o romper) sus juguetes minutos después de haberlos recibido y no logro entender en qué ni cuándo cambió todo, y por qué cambió para mal.
El famoso Pepe Loco era un Jeep manejado por un Cowboy. Se le daba cuerda y salía hacia delante sin una dirección determinada, pero en cuanto chocaba contra algo, retrocedía o giraba y salía en busca de un nuevo obstáculo. Nunca quedaba atrancado.
Investigando hace poco en Internet supe que fue un juguete muy famoso, oriundo de Estados Unidos y muy buscado hoy por los coleccionistas. Hubo una versión nacional en la que el chofer era un gaucho y el vehículo un tractor, pero funcionaba exactamente igual. Ese juguete estaba construido totalmente de chapa estampada, con un trabajo y una pintura muy detallada que hoy no tiene comparación.
Pero volvamos al resto del relato. Mi padre supo en esos días que en poco tiempo su madre se moría sin remedio. Creo recordar que me comentó que estaba muy enferma, sin adelantarme detalles de su gravedad.
De regreso y ya reestablecido, una tarde nos llevaron a casa de mi otra abuela, Dominga Heredia. Ya todos los menores sabíamos que mi abuela Carmen estaba muy enferma, aunque nadie imaginaba un desenlace. Es más, suponíamos que morirse y otras calamidades similares eran cosas que no sucedían en nuestra familia. La muerte era cosa de los otros, era ajena.
Por alguna causa, desde esa casa, ubicada en el inicio de la calle Chacabuco, crucé el puente del canal y me asomé a mirar hacia la casa de mi abuelo Rafael, a unos ciento cincuenta metros de distancia. Me llamó la atención ver varios autos estacionados en esa esquina. Recuerdo que regresé y le comenté a mi abuela Dominga:
- ¿Qué pasará que hay tantos autos en la casa del abuelo Rafael?
- ¿Qué va a pasar? Se murió tu abuela Carmen... - me dijo sin anestesia.
Nunca fue muy delicada mi abuela Dominga para dar las malas noticias. Un rato más tarde nos vinieron a buscar y allí fue la primera vez que vi a una persona muerta. También fue la primera vez que vi a mi abuelo llorar. Lo veo hoy levantando a mi hermano Héctor, de tres o cuatro años, para que viera a la abuela en el cajón y llorando desconsolado la pérdida de su querida esposa.
A la noche siguiente, mi papá decidió que, para que el abuelo no se sintiera solo, uno de nosotros fuera a dormir con él. No recuerdo si alguna vez antes había ido allí a dormir, pero esa noche me despertaron los sollozos de mi abuelo. Él se dio cuenta, me acarició y me dijo:
- Ya está, hijo, ya está... - y siguió llorando en silencio.


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En el año 1954 se realizó en la ciudad de Mendoza, más precisamente en el Parque San Martín, la Feria de las Américas. Duró tres meses y concitó la atención de todos los países sudamericanos. Seguramente alguno de los viajes a ver a un médico por mi problema citado coincidió con ese evento y allí estuvimos. (Yo tenía, en esos momentos, cinco años.) Entre otros recuerdos difusos tengo el de un gran motor de reacción (de aviación) en funcionamiento sobre una base adherida al suelo. Detrás de él los árboles se arqueaban amenazando quebrarse. También recuerdo haber escuchado de alguien, entre el público, que ese mismo motor, en algún lugar, "se había tragado a un mecánico"; cosa que me alertó, ya que mi padre justamente era mecánico.
En otro stand había mucha gente mirando un aparato rectangular donde, a través de un vidrio, se podían ver a unos muñequitos muy graciosos haciendo diabluras. Hoy sé que esos muñequitos eran dibujos animados, que el misterioso aparato era un televisor blanco y negro y que mi admiración y sorpresa era compartida por todos los mendocinos que pasaban por allí. El 12 de Octubre del año 1951 se había inaugurado la televisión nacional en Buenos Aires; Canal 7, el primer canal de televisión mendocino llegaría recién el 7 de febrero del año 1961.
De esa exposición también recuerdo una gran vaca, una especie de inmenso robot, que movía los ojos y la cola y tenía, en el lugar de las ubres, unas especies de canillas de las que se servía exquisita leche chocolatada.

Cambiemos de tema y vayamos en busca de una sonrisa.
Fecha patria, posiblemente 25 de mayo. Mi hermano Aldo tenía que desfilar y eso era un acontecimiento que había mantenido a la familia ocupada desde temprano y había sido tema de conversación desde una semana atrás. Aldo iría primero hasta la escuela, en la bicicleta de mi papá, y el resto iríamos al centro, algo más tarde, a ver el desfile, pero especialmente a esperar su paso gallardo haciendo vibrar el asfalto.
¿Asfalto dije? Enfrente de mi casa estaban asfaltando la calle. Media calzada estaba lista y la otra mitad, la que daba a mi casa, estaba recién hecha, es decir, estaba el asfalto derretido esperando que los empleados, que se acercaban en un camión, le echaran una capa de arena fina y así, en varias pasadas alternadas y sucesivas, iba quedando el trabajo terminado.
Mi hermano estaba listo. Parecía un príncipe blanco. Hasta un moñito al cuello llevaba. Seguramente (basándome en su posterior paso por la secundaria) ya era tarde o tenía apenas el tiempo justo para llegar. Subió a la bicicleta, se afirmó en los pedales y salió hacia la calle.
Unos pocos minutos después, alguien que se le parecía mucho, salvo por el color negro azabache en algunas partes del cuerpo, entraba nuevamente a casa maldiciendo. Al intentar pasar sobre la capa asfáltica había resbalado y había caído de costado.
Tanto Héctor como yo debimos escondernos a reír, la bronca de mi hermano mayor buscaba un chivo expiatorio y ya habíamos aprendido a evitar ese riesgo innecesario.

Hablé de la bicicleta y recordé un detalle relacionado con este medio de transporte tan apreciado por los niños de todas las épocas. Sé que no me equivoco si afirmo que aún hoy una "bici" sigue siendo el mejor regalo que un niño puede esperar para su cumpleaños, Día del Niño, Reyes Magos o Navidad. Pero en mi tiempo las cosas eran distintas, una bicicleta pequeña, apta para un niño de 7 a 12 años, era un artículo de lujo al cual muy pocos padres podían acceder. Hoy, la fabricación en serie, la importación y la venta en cuotas han logrado que se puedan comprar pequeñas bicicletas, seguramente no tan firmes como aquellas, pero igualmente útiles para aprender sin riesgos el arte de avanzar sobre dos ruedas. Nosotros tuvimos una, en la que aprendimos los tres por riguroso turno, pero, como dije, no eran comunes ni baratas. ¿Cómo hacían entonces los niños para aprender? En las mismas bicicletas que andaban sus padres. Esas grandes y resistentes bicicletas, la mayoría de color negro, con frenos a varilla, largos guardabarros que tapaban ruedas inmensas de gruesos rayos, (con guardapolleras - o tapapolleras - de hilo plástico de colores, si era un modelo de mujer) timbre en el manubrio, dínamo en la rueda delantera y luz adelante, en el soporte donde hoy se colocan los canastos.
Esas bicicletas eran muy pesadas y altas, es cierto, pero los niños de mi época sabían obviar ese detalle cruzando una pierna por dentro del cuadro.
A ver si se entiende: el pie izquierdo iba en el pedal correspondiente, pero la pierna derecha, para llegar al otro pedal, pasaba por dentro del triangulo del cuadro, inclinando la bicicleta hasta límites increíbles. Estoy hablando de niños de 8 o 9 años que debían levantar los brazos para llegar al manubrio, más alto que ellos. Así aprendieron muchos de mis amigos, por supuesto a costa de algunos raspones de rodillas y codos, pero el placer de andar en "bici" siempre fue impagable.

Otra diablura de la escuela, posiblemente de cuarto o quinto grado: En alguno de esos años se nos enseñaba la germinación de las semillas. Eso se hacía por medio de un germinador que todos debíamos construir con ayuda de los padres. ¿Quién no sabe lo que es un germinador? Un simple frasco al que se le ubica por dentro y cubriendo las paredes, un papel secante o una cartulina. Luego se lo rellena con aserrín o arena y entre el papel y el vidrio se colocan semillas de maíz, poroto o zapallo. Se humedece un poco el aserrín, esa humedad moja la semilla y ésta germina a la vista de todos. Muy sencillo y fácil de hacer. Todos teníamos el nuestro, rotulado y estratégicamente colocado al sol en la ventana del aula, pero... a alguno se le ocurrió la idea, o la tomó de algún antecesor,... y esos frascos comenzaron a viajar al baño. Allí eran orinados prolijamente y luego se los devolvía a su sitio, en la ventana. Cuando el sol de la siesta comenzaba a calentarlos, un aroma penetrante y conocido recorría el aula e iba en busca de las fosas nasales de la maestra, ubicada a pocos metros.
- Chicos, cada uno se va a llevar su germinador a su casa. Cuando las semillas empiecen a germinar, los traen de vuelta - dijo la maestra abriendo la ventana al aire puro del patio.

Ignoro si hoy perdurarán en el ámbito escolar estas creencias que en aquellos años eran indiscutibles: El papel secante, puesto en la plantilla de los zapatos, producía fiebre. Cuando un chico, una vez ingresado a la escuela, quería regresar a su casa antes de hora, ese sistema era infalible. Después de ponerse el papel secante, esperaba un rato y se presentaba a la dirección diciendo que le parecía que tenía fiebre. Le ponían el termómetro y lo mandaban a la casa. Al menos eso fue lo que escuché durante todo mi paso por distintas escuelas, incluso secundarias. Nunca pude comprobarlo personalmente ni ver ese efecto en otros, pero ese método parecía ser, como dije, infalible, y todos conocían a alguien que lo había usado con éxito para salvarse de alguna prueba o examen difícil.
Fuera de la escuela y adentrándonos en la zoología, era una verdad de fe que cuando un perro quería vaciar sus intestinos en algún lugar inadecuado y comenzaba a agacharse con la intención inminente de ensuciar una vereda recién baldeada, podía ser impedido de hacerlo si uno se le ponía cerca y uniendo sus dos dedos índices, tiraba de ellos hacia fuera con todas sus fuerzas. (A eso se le llamaba "hacer gancho.") Ese sistema, aunque inexplicable por medios científicos, me consta que funcionaba. Es más, puedo afirmar que podría ser usado con éxito hasta con un ser humano. Imagínese cómodamente sentado en su baño y con un tipo enfrente mirándolo fijamente y tirándose de los dedos. El pobre perro miraba esa ridiculez sin entender nada y, ante la duda de estar frente a un loco, prefería buscar otro lugar o postergar esa tarea para más tarde.

Para graficar mejor las anécdotas referidas a la escuela primaria, quiero recordar que en aquel entonces los pantalones largos eran exclusividad de los grandes; nosotros, los niños de los primeros años de primaria, usábamos los cortos... hasta en pleno invierno. Algún desatinado cálculo de los adultos había determinado que con un simple par de medias gruesas (preferentemente blancas) hasta poco más abajo de la rodilla, no sentiríamos frío. Y había pantalones cortos, de invierno, forrados por dentro. El frío, agradecido, entraba por una pierna y salía por la otra. De las mujeres ni hablar, si a una niña de mi época se le hubiera ocurrido concurrir a la escuela con pantalones, hubiera sido enviada de vuelta a su casa por la directora. Y hubiera adquirido una fama para comentar el resto del año.
Así, con esos pantalones cortos, debíamos concurrir a los desfiles del 25 de mayo y del 9 de julio. Allí, frente a la plaza central, sobre la ancha y desamparada avenida central, formábamos fila y esperábamos pacientemente a que empezara el acto. El aire frío que generalmente corría desde el sur hacía que todos zapateáramos constantemente mientras las Señoritas XX decían sus discursos alusivos. Estos discursos estaban dirigidos a todos los presentes, pero jamás conocí a un niño que entendiera (mucho menos que atendiera) una sola palabra. (He escuchado que los actuales siguen siendo del mismo tenor y con el mismo efecto.) Cerca de nosotros, con el mismo frío, resoplando y ensuciando el asfalto y el ambiente con guano humeante, los caballos de los soldados caminaban nerviosos sobre el asfalto.
Finalmente se anunciaba que comenzaba el desfile hasta la plazoleta San Martín. Toda la gente abandonaba la plaza y se adelantaba a esperarnos en las veredas de la Avenida Alvear. A eso de las once, cuando finalmente nos tocaba el turno, ya teníamos las rodillas coloradas de frío y aprovechábamos esa caminata para descongelarnos marcando con inusitada fuerza cada paso. Al llegar al palco oficial, a una orden de la maestra más cercana, debíamos hacer la famosa "vista derecha" que veníamos ensayando desde quince días antes. El objetivo era mirar al Intendente y a los demás afortunados que, envueltos en sus sobretodos y sacones, nos aplaudían sonrientes.
Pero era lindo sentir que éramos parte de la Patria,... era lindo, así y todo, con frío y con sueño, con discursos interminables e indescifrables,... era lindo...   

Volvamos al barrio. Frente a mi casa, cruzando la calle, estaba el canal. Hoy se llama "Canal Centro Viejo", en ese entonces simplemente se llamaba "el canal" y era nuestro balneario. Allí pasábamos todas las tardes de verano, jugando a la mancha, a los indios, a tirarnos sapos por la cara y a otros juegos inocentes que se nos ocurrían. (Aún hay un sector de este canal en el que los niños de hoy se bañan, una cuadra al norte de donde nosotros lo hacíamos.)
Nuestro "pozo" estaba frente a lo que entonces era la finca de Don Gabriel Carrillo, un viejito alto y flaco que vivía en la esquina de la calle Chacabuco, frente a mis abuelos Heredia. Su esposa, María Teresa Martos, era una señora bajita y casi sorda. Solíamos comprarle huevos haciéndonos entender a los gritos. Calculo que Don Carrillo debe de haber cosechado muy poca uva en esas hileras cercanas al canal.

Alrededor de mis diez u once años mi padre cambio su vieja y querida chatita Rugby por una Baqueano Ika, doble tracción, obviamente con la idea de continuar cazando el resto de sus días. Pocos años después, en ese vehículo aprendí a manejar, junto a mi hermano Héctor, en las horas de la siesta. Admiro el que mi padre haya podido dormir sabiendo que nosotros estábamos manejando "su chata" en algún indeterminado lugar del departamento. Cargábamos a algunos de nuestros amigos más cercanos y salíamos tanto hacia Bowen, a Real del Padre o simplemente al campo, a gastar nafta y, sin saberlo, a familiarizarnos con el volante. Exactamente a las cuatro, hora en que mi papá se levantaba para ir a la fábrica, estábamos de vuelta.

Hay un hecho misterioso que, aunque avalado por el testimonio de mi hermano Héctor, que también lo presenció, permanece inalterable (e inexplicable) en mi memoria. A pesar de ser niños, nosotros no creíamos (ni creemos) en curanderos, fantasmas ni en bultos que se menearan sin una causa natural o una explicación razonable. Salvo algún recelo prudente a la oscuridad extrema, nos metíamos en cualquier lado sin pensar mucho. Jugábamos a la escondida en plena noche y en esos casos, buscábamos los lugares más recónditos.
Pero lo que voy a contar nos ocurrió a plena luz del día. Fue así: En el fondo de mi casa, sobre el alambrado que limitaba nuestro lote al oeste, había una puertita que daba a la finca de mi abuelo. En ese momento esa puertita estaba firmemente cerrada con un alambre. El resto del lote estaba totalmente cerrado y no había forma de salir por atrás, al menos no con apuro. Quién, estando en ese sector, quisiera salir, debería regresar al frente, pasando junto a la casa, entre ésta y el galpón del taller.
Sin embargo alguien salió, o al menos desapareció rápidamente, en cuestión de segundos. Fue una mujer. ¿Qué mujer? No tengo la más mínima idea, nunca la había visto antes y nunca más la vi.
Yo venía corriendo desde adentro de mi casa, tironeándome con Héctor que venía un metro atrás. Al llegar a la puerta que da al patio trasero, ambos frenamos sorprendidos. Allí, por enfrente de la puerta, iba pasando una señora que nos miraba. Los dos nos quedamos paralizados, aunque no asustados. Pensábamos que era alguien conocido de la casa. Pasados unos segundos, propios de la sorpresa, salimos a mirar en la dirección en que habíamos visto pasar a esa mujer, hacia el fondo del lote. No la vimos. Recorrimos todo el patio trasero y allí no había nadie. Uno de los dos fue a buscar a mi madre. Cuando llegó, miramos entre los tres. No había señales de que nadie hubiera salido por atrás. La puertita, como dije, continuaba bien cerrada y una mujer con pollera no podía (ni tenía por qué) saltarla.
Es uno de los hechos realmente inexplicables que me ha tocado vivir. Todavía estoy esperando que venga esa mujer (hoy anciana) y me diga: - Yo fui la que entró a tu casa.
Como dicen algunos: - Las brujas no existen, pero que las hay, las hay...

Viene a mi memoria otro hecho, si no inexplicable al menos poco común. Ocurrió algunos años más adelante pero por estar dentro del tema encarado, lo relataré aquí: Yo debo haber tenido entonces entre trece y catorce años. Debe haber sido una hora cercana a las cuatro de la mañana. Junto a mi padre y algunos de sus amigos, nos encontrábamos en la zona de fincas, camino hacia Soitué, del otro lado del Río Atuel, cazando liebres y vizcachas desde la camioneta. Para eso contábamos con un poderosos reflector.
Habíamos parado a recoger una liebre que alguien había matado en un pequeño potrero. Uno de los mayores había bajado a buscar la liebre y estaba regresando hacia el vehículo. Entonces fue cuando escuché que mi padre dijo:
- Miren allá. Una cañita voladora.
Exactamente esa era la apariencia de lo que estábamos viendo subir en el horizonte, al norte de nuestra ubicación. Una luz brillante ascendía hacia el cielo. Pronto se transformó en un ramillete de pequeñas luces que, creíamos todos, caerían a tierra inmediatamente. Pero no fue eso lo que sucedió. Las luces siguieron ascendiendo y a la vez creciendo en tamaño. Pronto advertimos que lo que en realidad ocurría era que se acercaban a gran velocidad siguiendo la curva de la superficie terrestre. En pocos segundos llegaron y pasaron sobre nosotros a una altura indefinida y continuaron su viaje hasta perderse en el horizonte sureño. Calculo que pasaron a la velocidad que podría llevar un avión a baja altura. Pero esas luces no eran aviones.
Al otro día, por la radio, supimos que el fenómeno había sido visto de la misma forma en La Quiaca y en Tierra del Fuego. Intentando una explicación escuchamos decir a alguien: - Fue un aerolito. Entró en la atmósfera y se desintegró. Eso que vio tanta gente eran los pedazos quemándose con el roce del aire.
Nunca me quedé conforme con esa versión. A esa edad yo ya sabía, por simple deducción, que cualquier objeto que cae, lo hace hacía el punto más cercano que lo separa del centro de la Tierra. Y la velocidad que esos elementos traían, si bien era considerable, no era tanta como para hacerles recorrer los más de tres mil kilómetros que había entre los testimonios más norteños y los más sureños. No me daban ni me dan ahora los cálculos. Hoy estoy firmemente convencido de que eso que vimos era un grupo de ovnis, tomando el significado literal de esa sigla: objetos voladores no identificados. (Esta experiencia tuvo miles de testigos a todo el largo de Sudamérica, ha sido publicado varias veces en revistas dedicadas al tema y está considerado como uno de los más claros ejemplos probatorios de la existencia de los ovnis.)
Dejo aclarado que creo rotundamente en la existencia de los platos voladores, lo que no implica que les otorgue veracidad a todas las fantasías creadas sobre su origen y/o sus supuestos tripulantes de otros planetas o dimensiones. Al igual que otros tantos misterios de este universo, parecen estar hechos para hacernos pensar. Y hasta ahora nadie sabe nada.

Hay una historia familiar que, al menos en su principio, merecería ser contada o plagiada en una novela: Mi tía Enriqueta, hermana de mi madre, tenía diecisiete años recién cumplidos. A la ciudad llegó un parque de diversiones bastante importante: El Real Madrid. En ese parque necesitaban chicas para atender los distintos quioscos de juegos. Mi tía se presentó y dada su fresca belleza - que la tenía y mucha, como todas las hermanas Heredia - fue tomada inmediatamente. Tal vez intercedió en esa decisión el joven sobrino de Don Hermida, dueño del parque. Este muchacho, español como su tío y con todo el acento ibérico, se enamoró perdidamente de mi tía, y ella, para no ser menos, también enloqueció por él. El parque se fue antes de un mes... y mi tía se fue, casada, con quien a partir de ese momento sería mi tío: Rafael Sirvent. Según mi madre, si mis abuelos no hubieran aprobado esa unión, es muy probable que mi tía Enriqueta se hubiera ido igual. El amor siempre ha sido y será así, en última instancia, el que manda es él.
Estuve a punto de seguir indagando sobre este punto, pero miré a mi hija Macarena, recordé su carácter indómito, seguramente heredado de esa rama familiar de los Heredia, y entendí todo.
Sigamos con el parque y mis tíos. Tiempo después y ya en viaje por todo el país, nacieron mis dos primas, mellizas y aparentemente muy distintas: María del Carmen y María de Los Ángeles, "La Gorda y la Negra" para la familia. Unos pocos años después llegaría Gladys, la menor y la última.
Por alguna causa que ignoro, el parque inicial se desarmó y Don Hermida le vendió a mi tío un camión y algunos quioscos y juegos para que siguiera con ese trabajo. El nuevo parque, muy pequeño, con la única ventaja de poder ser armado en los pueblos chicos, pasó a llamarse "Las tres Marías", aunque hasta ese momento, si mal no recuerdo, sólo estaban las dos niñas nombradas.
Ubicados en tiempo, lugar y protagonistas, vamos con una anécdota que justifica esta introducción: El discreto parque de mi tío rondaba la zona de Cuyo y un día llegó a Alvear Oeste, distrito ubicado a cuatro kilómetros de mi ciudad. Una noche de sábado o domingo fuimos toda la familia. Había una gran expectativa, esa noche se presentaba un imitador de Billy Cafaro. Nada menos que Billy Cafaro, el mismo que escuchábamos a cada rato en la radio cantando "Pity pity". Mi tío también tenía ese disco en el parque y lo pasaba por los parlantes muy seguido. "Pity pity" de Billy Cafaro, "Bésame" por Ray Connif, "Tú eres mi destino" por los Cinco Latinos y "Zamba de mi esperanza" por Jorge Cafrune, eran los discos más pedidos por el publico, que se los dedicaba entre sí por una módica suma que ayudaba a pagar la luz.
Nosotros, privilegiados parientes del dueño, pudimos ver al "artista" mientras se caracterizaba de Billy Cafaro. De paso nos enteramos cómo era Billy Cafaro, ya que sólo lo conocíamos de oírlo por radio. Tal vez los mayores, que podían acceder a la revista "Radiolandia", lo identificaban mejor, aunque, al igual que nosotros y a falta de televisión, no lo habían visto nunca mientras cantaba.
Dentro de una casilla de chapa, detrás de la estantería donde algunos clientes trataban infructuosamente de voltear unas latas acertándoles con una pelota de trapo, el joven, frente a un espejo, se pegó una pequeña barba en la pera, se puso una gorra a cuadros y una campera de cuero negro. Se miró otra vez al espejo y sonrió con aprobación. Ya estaba: era Billy Cafaro.
Comenzó el espectáculo con la respetable cantidad de publico de unas cincuenta personas de pie frente al escenario. Este estaba construido con unos tablones ubicados sobre unos tambores de doscientos litros.
El primero que subió fue un "niño prodigio" local al que conocí en ese momento: Alberto Ortiz, de alrededor de diez años de edad. Con rigurosos pantalones cortos, ya que era menor de quince, se sentó en una silla, tomó su acordeón a piano y arrancó tocando maravillosamente bien un tema popular. Uno o dos temas más y dejó el acordeón, pero no para abandonar el escenario. Tomó un bandoneón que había dejado cerca y tocó dos o tres tangos que enloquecieron a la gente. Hasta allí todo bárbaro y por suerte, ya que la posterior presentación del imitador no tuvo la misma repercusión. Es decir, sí, la tuvo en volumen, pero en vez de aplausos hubo silbidos y epítetos que este libro, de haber una censura, no resistiría.
El muchacho subió y comenzó a hacer lo que sabía, que no era otra cosa que lo que se había publicitado claramente: "imitar a Billy Cafaro". Pero en mi pequeña ciudad del interior faltaba mucho para que se supiera lo que significaba la palabra "mímica", o las extranjeras que hoy se usan para definir la misma acción: “play back”.
La gente había entendido que ese muchacho cantaría igual que Billy Cafaro. Cuando vieron que sólo bailaba y movía la boca simulando cantar las pocas palabras de esa letra que se sabían de memoria ellos, los perros, los gatos y hasta los gorriones, se sintieron engañados.
- ¡No está cantando! ¡Eso es un disco! ¡Ehhhh, atorrantes, devuelvan la plata! - fueron algunos de los gritos reproducibles que se escuchaban desde el público entre silbidos de desacuerdo.
No recuerdo en qué terminó esa presentación, pero tengo la imagen del muchacho, dentro de la misma casilla donde, unos minutos antes, se caracterizara de su ídolo, sentado en una silla, con una gran desilusión en su rostro. Y a mi tío Rafael consolándolo y explicándole que el publico del interior, en su mayoría, ignoraba que en la Capital existía esa rama del arte, más precisamente del teatro, llamada "mímica".

De los viajes al campo que hacíamos en la camioneta me ha quedado grabado hasta en la última célula olfativa el olor a nafta, producto de tantos malestares. Mi padre llevaba eternamente, asegurado detrás de la camioneta, un gran tanque metálico en el que, antes de salir, cargaba nafta. Generalmente las distancias superaban la autonomía del vehículo y esas prevenciones eran comunes, aún en los automovilistas que circulaban en una ruta asfaltada. En ese entonces las estaciones de servicio también eran menos y por supuesto, más distanciadas entre sí. 
Pero la nafta, al sacudirse, producía presión, esa presión escapaba por el tapón roscado y entraba directamente a nuestras narices. En verano había un remedio: abríamos los laterales del toldo, pero en invierno...
Acabo de recordar una vez en que una chica, que iba situada entre medio de los que íbamos allí sentados, (todos a la par y mirando hacía atrás) se descompuso e intentó asomarse para vomitar. Sólo alcanzó a llegar hasta encima de mis piernas. Lo demás, imagínelo usted.

En mi casa siempre hubo muchos perros, en eso no diferíamos seguramente del resto de las casas ubicadas en los límites de la ciudad. En esos años era común tener varios y todos sueltos. Los ciclistas y los motociclistas, agradecidos. En esa época era común ponerle a las motos unos caños llamados justamente "mataperros". Estaban ubicados a la altura donde el perro intentaba morder la pierna del conductor. Si el perro se descuidaba, podía ganarse un buen chichón... o perder la cabeza.
Pero es otra cosa relacionada con estos animales la que quería relatar: A todos los niños, los de ayer y los de hoy, les encanta jugar con sus perros. Es parte de un instinto ancestral que se instaló en la raza humana con la domesticación de los primeros lobos.
Pero estoy seguro que ninguno lanzó a sus perritos en paracaídas. Sí, en paracaídas. Nosotros lo hemos hecho. Posiblemente la idea surgió a raíz de alguna película relativa o después de alguna visita al Aero Club local. Una de nuestras perras había tenido cachorros, éstos ya habían aprendido a caminar y no parecían oponerse a la nueva aventura que les proponíamos. Les fabricamos un paracaídas con un repasador grande al que atamos un hilo de cada esquina. Esos cuatro hilos, unidos, se ataban al cachorrito alrededor del pecho, por debajo de las patitas delanteras, de modo que quedara colgando de la espalda. Y ya estaba listo para el bautismo del aire.
Uno de nosotros subía al techo del galpón por una escalera que siempre estaba allí, y efectuaba el lanzamiento. Es decir, tiraba el perrito con el paracaídas algo preparado sobre su lomo para que se abriera inmediatamente. (Es sabido que los perros no saben contar hasta diez y mucho menos tirar de una argolla.) Otro esperaba abajo para atajar a esos "novatos" que, al no saber caminar bien, menos sabrían caer. El "paracaídas" se abría y detenía la caída lo suficiente para poder atraparlo a la pasada, sin más riesgos que el susto del cachorrito.
Aunque parezca increíble ningún perrito murió de un infarto ni sufrió un golpe en estos lanzamientos. Y eso que la consigna era que si saltaba uno, debían saltar todos...
Esa es sólo una de las fechorías que hacíamos, ya con unos diez años cumplidos. La mayoría de ellas derivaba del cine que veíamos los domingos a la tarde. Si la película era de piratas, al otro día a la mañana ya andábamos blandiendo una espada de madera y con un ojo tapado. Si había sido de vaqueros, poníamos una tabla en la morsa y con un serrucho, en pocos minutos teníamos un revólver o un rifle. Sólo pedíamos algún juguete comprado cuando no podíamos hacerlo, y allí, en el taller de mi padre, teníamos de todo. De los palos del techo de ese galpón colgábamos largas correas de cuero que nos servían tanto para abordar algún navío imaginario - si ese día éramos piratas - como para desplazarnos entre los altos árboles, caer sobre el elefante Tantor y salvar a una imaginaria Juana, (Así le decíamos a Jane en confianza) si la película había sido de Tarzán.
Nombré a Tarzán y recordé que a este personaje también lo escuchábamos por radio. Todas las tardes, en un horario que coincidía con nuestro regreso de la escuela, pasaban un capítulo auspiciado por el polvo de cacao Toddy. La idea publicitaria era sugerir que ese cacao hacía crecer los músculos. Nosotros echábamos en el vaso, Toddy y leche en cantidades similares. Quedaba una especie de crema empalagosa que casi se podía untar en el pan. Pero debo confesar que nunca noté un aumento en mi musculatura; al contrario, de niño llegué a preocupar a mis padres por mi escaso peso.
Volviendo al programa radial, por medio del relator, ayudado por los efectos de sonido, podíamos "ver" cómo Tarzán se paraba sobre una rama de un alto eucalipto (yo lo imaginaba así porque ése era el único árbol que nunca pudimos subir), pegaba un alarido tirolés de esos que se oyen a cinco kilómetros y estremecen hasta a los elefantes, tomaba una liana que siempre estaba ahí, se hamacaba y se largaba en un salto olímpico sobre un río. Ese río, poco más adelante, formaba una catarata y Tarzán - por supuesto, luchando con un cocodrilo - caía por ella como cien metros. Después de un instante de tensión en el que no sabíamos si nuestro héroe salía o se había ahogado, emergía en medio del gran remolino, se sonaba el agua que le había entrado a la nariz (eso no lo decía el relator pero yo lo imaginaba igual) y nadaba otra vez vigorosamente hasta ese cocodrilo inmenso que ahora estaba a punto de comerse a Juana. Esta muchacha, Juana, se metía en cada lío, menos mal que la mona Chita estaba siempre allí para alertar a Tarzán con sus chillidos antes de que la mataran. Y no les digo nada cuando aparecía Tarzanito, el hijo de Tarzán, tan o más valiente que su padre, y les alcanzaba una liana para que subieran por la barranca del río. Ése era nuestro verdadero héroe, al que tratábamos de imitar. Recuérdese que, además de coincidir en la edad, Tarzanito tenía menos músculos y, con una simple malla, era más fácil de representar.
Había también capítulos radiales del Llanero Solitario, su caballo Plata y el indio Toro. El Llanero y ese indio andaban siempre cabalgando, no vivían en ninguna parte ni comían nunca, pero siempre se enteraban de las injusticias y las solucionaban.
El Llanero fundía sus propias balas de plata dentro de una mina de ese metal que sólo él y Toro conocían. (¡Que desperdicio sin explicación!)
Existía una versión, posiblemente nacional, sospechosamente parecida al Llanero: se llamaba Poncho Negro y el indio que lo acompañaba se llamaba Calunga. Por medio de la radio, yo los imaginaba muy parecidos y las cosas que les sucedían también me eran familiares.
Para nosotros y para los mayores, la radio era todo. Ella era la que nos comunicaba con el mundo y todos los días nos contaba algo nuevo. Durante el día escuchábamos LV4 de San Rafael. A las once de la mañana, llegaba el Carnet Social. Como su nombre indica, era el programa donde se anunciaban los acontecimientos sociales: casamientos, compromisos, cumpleaños, nacimientos, bautismos y fallecimientos. Creo que, salvo en los fallecimientos, todos querían aparecer ahí por uno u otro motivo. "El Carnet Social"... piense usted un poquito... Yo no puedo imaginar de dónde pudieron sacar ese nombre. Me suena al carnet donde las damas patricias del 1800 anotaban, por anticipado y por encargue, con quién iban a bailar cada minué. El programa se acompañaba con la marcha nupcial. Es posible que todavía esté en el aire, con el mismo formato.
En esa radio también escuchábamos a las compañías de radioteatro. Respecto a esta subdivisión tan especial del teatro, el abuelo materno de mi hija Macarena, Luis Bautista Hernández, director, actor y autor de varios de esos libretos, y protagonista directo de esa especialidad, ha escrito un libro sobre el tema. A mi pedido me ha enviado una breve reseña sobre el tema que transcribiré literalmente:
...........////........... "En San Rafael rara vez aparecía un elenco foráneo. Nosotros (los elencos de la capital mendocina) hacíamos las giras teatrales en esa zona, pero trasmitíamos los radioteatros desde Mendoza. En San Rafael siempre los actores y las actrices fueron locales. Los cabezas de compañía eran cuatro que se alternaban en ese puesto dando la impresión de ser cuatro grupos distintos: Omar Abué, Raúl Reynal, Jorge de la Torre y Felipe Durán. Éste último fue protagonista de una de las primeras películas nacionales habladas: "El Último Gaucho". Los recursos humanos para la puesta en el aire eran un reducido grupo integrado por Dardo Ríos, Enrique Llambil, Carmencita López, Nilda Eraso, (Que fuera en esos años Reina Provincial de la Vendimia.) Coca Reynal, Esther Martínez, los precoces Jorge y Gladys Abué y Tito de la Torre. Como relator, en casi todos los casos estaba Tito López, hermano de Carmencita. Sólo nombraré algunas obras que a mi entender fueron un verdadero éxito: "El tren de las ocho", de Jorge de la Torre con Raúl Reynal, "Una carta para el cielo", basada en el viejo tango que canta Carlos Dante. Omar Abué fue el que más obras escribió y éstas fueron siempre las más taquilleras. A modo de ejemplo nombraré: "Mamerto llegó del campo". Con mi compañía "Lucho Hernández" irradié: "Gumersinda zapata, vieja fea, chueca y flaca, consiguió un turco con plata". Un sainete al que el público luego le cambió el nombre por el del "Turco Julio". Eso fue cuando la radio LV4 cambió de edificio y el director era un señor apellidado Rojas."...........////...........

Aquí mi amigo Lucho acaba de nombrar al "Turco Julio", recuerdo a esa radionovela cuando fue irradiada por la compañía de Omar Abué. Y recuerdo la ranchera, compuesta por nuestro Chacho Santa Cruz, que se usaba de cortina musical y que, como tantos otros éxitos de la época, vendió muchísimos discos. Comenzaba más o menos así:
Sin fondo musical un niño llamaba supuestamente en un almacén:
- Don Julio... don Julio...
- ¿Qué quiere, mojito? - preguntaba el Turco apareciendo.
- Dice la mamá si tiene vino tinto - decía el niño.
- Sí, mojito - contestaba el Turco.
- Dice si le puede fiar una botella - preguntaba el niño.
- ¡No la ha dicho que no la hay! - exclamaba el Turco enojado.
Ahí comenzaba la parte musical donde la letra decía algo así:
"No la hay dijo el paisano Julio, la alpargata blanca, porque yo no tengo aquí... la negocio bien plantada porque se ha clavado con un pagaré..."
Eso, en aquellos años, lo deben haber canturreado hasta los perros.